Yo sí he sido
Está bien que exijamos a nuestros representantes y que señalemos sus errores, pero alguna vez tendremos que preguntarnos si nosotros hicimos algo para convertir el mundo en un lugar más habitable
La crítica ajena tiene un prestigio moral que no merece. El señalamiento y el afán por subrayar los errores de otros se han convertido en una estrategia de validación propia. En este gran teatro de la delación contemporánea, un lugar común es acusar a los políticos de todo lo que nos sucede. Los populismos no solo fracturan a la ciudadanía en bandos de “ellos” y “nosotros”, sino que establecen un falso hiato ontológico entre representantes y representados.
En algunos de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo, muchos de nosotros hemos podido ser parte activa de la situación. Pienso, por ejemplo, en el precio de los alquileres, que súbitamente ha irrumpido en la conversación pública cuando llevaba ya varios lustros angustiando, sobre todo, a las generaciones más jóvenes. Sobre los orígenes estructurales de esta crisis, serán los políticos quienes tendrán que hacer un diagnóstico preciso. Una diagnosis, por cierto, en la que los expertos de una y otra orilla ideológica suelen coincidir más de lo que teatralizan cuando hay cámaras delante.
Sin embargo, a esos problemas estructurales no podemos restarles el factor humano, del cual a veces participamos. Si los propietarios no se afanaran en beneficiarse abusivamente de su circunstancia a la hora de fijar los precios, y sin la avaricia individual de quienes han apurado hasta el final su ventaja, no habríamos llegado a este punto. Yo mismo, al igual que muchas personas, he convivido con caseros comprensivos y con verdaderos monomaníacos de la codicia. Si viviéramos en una comunidad de ciudadanos generosos, es posible que no estuviéramos donde estamos.
Este mismo fenómeno es trasladable a la educación pública. Caben pocas dudas de que el ascensor social en España está averiado, en parte, por el castigo al que las administraciones han sometido a la educación estatal. Sin embargo, la estigmatización de la pública no se habría dado sin el concurso de una clase media que optó por llevar a sus hijos a centros privados en cuanto pudo, para brindarles un falaz timbre de distinción y por puro afán clasista.
Está bien que exijamos a nuestros representantes y que señalemos sus errores, pero alguna vez tendremos que preguntarnos si nosotros hicimos algo para convertir el mundo en un lugar más habitable. Tal y como nos enseñó la mejor tradición republicana, la virtud de una comunidad no depende tanto de sus gobernantes como de la temperatura moral de sus propios ciudadanos. Entre tanta acusación cruzada, ojalá escuchemos alguna vez un humilde “yo sí he sido”.
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