¿Qué es un montón de muertos?
Vemos a diario situaciones doblemente monstruosas: el asesinato masivo y nuestra incapacidad para percibir la real magnitud de sus consecuencias
En uno de sus textos, Stanislaw Lem afirmaba: “Hasta ahora el ser humano no se ha agigantado. Solo se han agigantado sus posibilidades de hacerles a los demás el bien o el mal”. Es probable que nadie se sienta más grande que antes por observar a través de un telescopio el cielo ampliado y sus estrellas aumentadas, pensaba Günther Anders, ni tampoco que experimente plenitud alguna ante los potenciales beneficios que dicen encerrar los microchips. Sin embargo, las consecuencias del mejoramiento técnico no acarrean únicamente consecuencias de este orden, también afectan el comportamiento del ser humano y modifican su conciencia; modifican, mejor dicho, la naturaleza de su moralidad.
Sin duda, han cambiado los métodos para ejercer el mal, y aunque las consecuencias de esos métodos son incomparables en sus dimensiones, el fondo del mal es el mismo.
Que el mundo de hoy es más inquietante y no transparente es algo sabido. Muchas innovaciones tecnológicas han alcanzado una eficacia y capacidad de impacto apenas manejable y han impuesto una nueva situación de riesgos y amenazas graves. Pero eso no nos asusta ni nos impide creer que la tecnología es en verdad indispensable en muchos ámbitos de nuestra vida. Es más, el apoyo prácticamente irrestricto que se le ha brindado da luz verde a “innovaciones diabólicas” que ella no quiere producir o que nunca debería haber producido, como las cámaras de gas usadas en Auschwitz o la bomba atómica, por ejemplo. Aunque también promueve innovaciones como las imágenes digitales, la IA o el ChatGPT, que, a la vez que nos fascinan, igualmente nos atemorizan. Todas ellas, incluidos los plásticos que se convierten en basura, son en sí mismos una innovación que nos revela que la tecnología al mismo tiempo que se vuelve más imponente se vuelve cada vez más preocupante.
Vivimos en un mundo convulsionado en el que las cosas nunca logran su perfección y por ello nunca dejan de sucederse y superarse entre sí. Nadie puede prever hasta dónde ellas se pueden perfeccionar. Un mundo sin límites que simplemente nos supera y cuya fascinación y miedo lo determina ante todo el poder de la tecnología.
¿No es verdad que en esta época de avanzado progreso tecnológico, en cierto modo, nos hemos transformado en un Mefistófeles, pero en sentido inverso? Mefistófeles es parte de la fuerza que siempre quiere el mal y siempre produce el bien y nosotros, en cambio, queremos el bien y hacemos el mal. Pero ¿cuál es ese mal que hacemos sin querer y que luego experimentamos como fracaso? ¿Acaso hemos olvidado que todos los actos tienen consecuencias imprevisibles, inmediatas o no inmediatas, además de sus resultados previstos y obvios? ¿Acaso la tecnología nos hizo “perder el sentido del bien” y, a su vez, nos despojó de la imaginación necesaria para percibir el efectivo alcance del mal?
Consideremos esto desde la perspectiva del asesinato masivo. Hace pocas semanas otro titular acaparó la atención de muchos periódicos del mundo: “Israel ataca Beirut y mata a otro jefe de Hezbolá en una ofensiva que ha dejado más de 550 muertos”. Como era de esperar, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, recomendaba a los libaneses “alejarse de las zonas peligrosas” mientras que un alto cargo de la diplomacia europea advertía de lo cerca que estamos de una “guerra total”, de un aniquilamiento monstruoso de seres humanos, provisto de medios y objetivos ilimitados. Claramente, aquí el término monstruoso se refiere a las dimensiones y, por tanto, al número. Lo monstruoso es, de entrada, un montón de muertos. Pero ¿cuándo empieza lo monstruoso, dado que un asesinato ya es lo monstruoso? ¿A los cien muertos, a los quinientos cincuenta, a los mil, a los cien mil?
Günther Anders en una ocasión escribió: “Moralmente dos asesinados son más que uno, moralmente mil incinerados siguen siendo mil”. Es decir, moralmente dos asesinados no son lo mismo que mil; moralmente son peor que un asesinado pues todavía podemos percibir e identificarnos con cada uno de ellos. Ahora, los 550 muertos de Beirut siguen siendo 550 muertos sin nombres, sin rostros. Es decir, un número. Frente a la dimensión de lo masivo, no hay posibilidad de contar historias y destinos humanos individuales, el montón de muertos es un montón de muertos anónimos. Ahí hay algo “incontable”. Siguiendo a Anders, ¿podemos permitirnos “contar como siendo ‘uno’ el primer muerto? ¿Y ‘dos’ el siguiente? ¿Y ‘mil’ el millar de ellos?”. En la huida hacia lo estadístico aflora nuestra confusión moral.
Por tanto, lo monstruoso es doble: es el asesinato masivo y es nuestra incapacidad para percibir la real magnitud de sus consecuencias, en este caso que los 550 muertos de Beirut fueron 550 personas. A la luz de la masacre no hay manera de representarse a cada muerto; mejor dicho: cuando son quinientos cincuenta muertos es imposible darse cuenta de que lo importante es cada muerto. De manera que cada muerto que añadimos “al número contado es ya en sí mismo incontable”. Así, la totalidad de lo monstruoso reside en la imposibilidad de percibir lo monstruoso como monstruoso.
Efectivamente, se han agigantado las posibilidades de hacer el mal y cuán monstruoso puede ser lo inimaginable; entretanto, la observación de que “la capacidad del hombre de matar a sus semejantes constituye quizá aún más historia humana que su destino esencial de tener que morir” (Koselleck) sigue intacta.
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