Contra la tristeza burocrática en los trabajos que amamos
La tecnología ha multiplicado las tareas administrativas y de autogestión que llevan a las personas al agotamiento; ahora la IA ofrece ocuparse de lo que más nos gusta mientras nos deja a los humanos los procesos farragosos
¿Qué es vivir? ¿Es vivir trabajar y sentirte ocupada la mayor parte de la vida soñando con poder jubilarte algún día, justo cuando enfermas más o todo el tiempo? ¿No es la vida el tiempo? ¿No tengo más de cincuenta años de vida que son más de cincuenta años de tiempo? ¿De qué manera ese tiempo que es la vida dedicada al trabajo dificulta la vida propia aplazada a “cuando tenga tiempo”?
Alimentar la idea de que “nada se puede hacer” para cambiar sostiene la reproducción de lo mismo a costa de un creciente desafecto con el trabajo. En riesgo no solo la desvinculación con nuestra práctica (sea lo que sea que cada uno haga), sino la facilidad con la que se sucumbe a un hacer precario y de cualquier manera. Solo cuando lo que hacemos tiene valor y sentido logramos vencer el dilema entre vida y trabajo pues ese trabajo hecho con cuidado y atención puede ser considerado vida.
Pero, ¿qué ocurre si esa posibilidad se boicotea? ¿Qué pasa si los trabajadores ven ocupados sus tiempos por tareas interminables o que nada tienen que ver con su propósito laboral? Cambiar este escenario requiere limpiar los tiempos de burocracia y autogestión que han crecido con la tecnología y que llevan a las personas al agotamiento o al paroxismo. “Hemos visto a gente llorar por ese formulario”.
Porque ahora hay algo diferenciador respecto a la burocracia kafkiana y es que cuando Kafka llegaba a casa podía liberarse de ella y apropiarse del tiempo allí disponible para escribir. Hoy ese tiempo también está en riesgo porque la tecnología derrama el trabajo administrativo en la vida y en la casa.
Una directora de teatro me escribía: “Desde julio intento firmar el contrato y no puedo. Pero hoy, después de unas 6 horas delante del ordenador, admito mi frustración de no conseguirlo, (…) el tema es así a diario: cada día es más inhumano (…) mi tristeza administrativa (…) va más allá de la mera frustración por este trámite no acabado. Me enfado con el sistema. He estudiado teatro durante 12 años de mi vida, y el tiempo hoy lo empleo en estas cosas que son el ‘teatro sucio y absurdo’ para poder llegar con ‘el otro’ al escenario.”
Liberar a las personas de lo que les impide hacer bien su trabajo me parece un mandato social. Pero no cabe confundir esta demanda con una crítica simplificadora que termina culpabilizando a las administraciones como máquinas burocráticas, porque justamente esta reclamación sería en parte consecuencia del amor a lo público. Solo quien quiere de veras critica buscando mejoras, recordando que hay cosas que pueden y deben cambiarse. Porque urge crear un nuevo pacto de confianza con los trabajadores como urge invertir en tecnologías que asistan realmente a las personas.
¿De qué me vale convertir un trámite fácil (“¿puedo?”, “sí, adelante”) en una concatenación de solicitudes, firmas, aplicaciones y mensajes que llevan días y en las que es tan fácil equivocarse? Qué monstruosidad la mía si merezco recordar que “soy tan poco fiable”. Qué merme mi autoestima, que crezca la desconfianza, mi sentido de culpa perenne.
¿En qué momento normalizamos que el tiempo debe dedicarse más a justificar un trabajo que a ese trabajo? ¿Cuándo pasamos por alto el riesgo de neutralización de tantos investigadores, creadores y docentes entretenidos en buscar si el mérito 1 coincide con la justificación A? ¿Cuándo esos trabajos, que en su mayoría amamos, fueron aplazados para convertirnos en gestores y administradores de datos, legitimando un sistema excedido en evaluaciones, llevándonos a la rutina en que la vida se nos hace concurso perpetuo? Y en esa concatenación competitiva somos evaluadores y somos evaluados, alternativamente o al mismo tiempo. Como efecto, ¿no son lazos de rivalidad y no de compañerismo y cuidado los que se alientan?
Hoy si la pregunta es ¿qué somos?, la respuesta buscará medirnos. Porque si usted y yo somos la media de todas nuestras puntuaciones, la vida que nos corresponde ¿también está numerada?, ¿vida 4 en sector 2 con calidad 3,5? A todas luces se rivaliza mejor con un 7 que con un humano. El asunto casa bien con un sistema competitivo que calienta el planeta produciendo documentos y datos, llenando nuestros tiempos. Como si el viejo terror al vago de nuestros padres fuera sustituido por un terror al vacío, siempre ocupados. “Espere, acabo de contestar con un Ay en cada casilla”.
Hablo de burocracia pero no lo es solamente. Es todo el entramado de tareas que las tecnologías digitales bajo fuerzas monetarias han vertido en nuestros días y que nacen de la conexión permanente. Porque, ¿cuánto tarda en contestar los 20 o quizá 40 mensajes diarios?, ¿los que le esperan a vuelta de vacaciones?, ¿cuánto en las respuestas de las respuestas generadas? ¿Y las que llegarán mañana y pasado? ¿Realmente es necesario estar hablando y haciendo todo el tiempo? ¿Cuándo nos convertimos en súbditos de esta lógica frente a las pantallas?
Me parece que el mundo nos hace mucho más manipulables si nos resignamos a ser engranajes de la maquinaria productiva llenando nuestra vida de tareas, dificultando la oportunidad de extrañarnos, la de poder hacer con concentración los trabajos a los que teóricamente nos dedicamos y que, insisto, en muchos casos, amamos. Sería deseable liberar los tiempos para un hacer con valor y sentido, porque eso cuida el compromiso con la cosa hecha, con la sociedad, con el planeta, la atención que requieren la verdad, la justicia y la ciencia, o el goce de la cultura.
El futuro del pasado se dibujaba con máquinas que nos darían el regalo del tiempo, en tanto se ocuparían de los trabajos más tediosos y mecánicos. Pero esto no ha pasado. Y es llamativo que ahora, por ejemplo, la IA se ocupe de los trabajos que más nos gustan, como escribir o ilustrar, pero que pase de largo por esas labores burocráticas que hoy se suman a la autogestión, o que se piden a trabajadores precarios, todavía más baratos y descartables.
Por ello diría que la digitalización que vivimos es muy mejorable, porque acentúa y amplía las posibilidades de control, favoreciendo además una perversa concepción de la bienintencionada pero engañosa autogestión, multiplicando las labores que descansan en el uno mismo. Pues presentada como práctica que debiera facilitarnos trámites y tiempos, se materializa como un malicioso incremento de tareas bajo la polivalencia de un trabajador que debe gestionar y gestionarse en las pantallas. Es fácil entonces derivar al cansancio y en la merma de tiempos que importan para vivir y para hacer bien el trabajo más valioso, pospuesto al único reducto disponible: “Ya lo haré el fin de semana o en mis vacaciones. Ya descansaré cuando me jubile”.
Para la vida los trabajos que amamos importan, ese poder hacer bien importa, sea una estantería, un guiso, una noticia contrastada, un diagnóstico preciso, una sentencia justa, una democracia saludable. Sin ese hacer bien, ¿cómo perturbaremos a las personas para recordarles que son personas? ¿Cómo lograremos cambiar pesimismo por crítica, resignación por lazos con otros?, ¿cómo recordaremos que apagados servimos mejor a la inercia de un mundo que favorece a los ya privilegiados? ¿Cómo descubriremos soluciones para las enfermedades y males que nos aquejan? ¿Cómo escribiremos los poemas, libros y obras capaces de romper la coraza de un espíritu endurecido por fuerzas deshumanizadoras que se normalizan? ¿Cómo informaremos con rigor? ¿Cómo educaremos con pasión?
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