Comerse el turrón
Frente al racionalismo secular y la apertura cosmopolita de toda sociedad democrática que se precie, nos inclinamos hacia lo opuesto
Estas fiestas tuvieron el preludio de un atropello masivo en un mercado navideño. Tampoco es que nos haya importado mucho, admitámoslo, aunque en Alemania los buitres se apresuren a aprovechar la hiperemocionalidad navideña para propagar odio contra los migrantes, su chivo expiatorio favorito. Poco importa que lo más reseñable del terrorista sea, precisamente, su proximidad a esa misma ultraderecha que ha recibido el atentado como un maravilloso regalo. La emoción (el odio, en este caso) se impone a los hechos con soltura abrumadora. Pero es Navidad, señoras y señores. Y aquí lo que importa es el turrón. Y es que un mundo desfactualizado se consigue, entre otras cosas, con esa hiperemocionalidad del espacio público tan típica de la Navidad. Es curioso cómo, a pesar de la secularización rampante, esa emotividad hiperventilada se impone con tanta facilidad. Por doquier aparecen cursis odas a la Navidad y a sus belenes, al misterio de la Santísima Trinidad y otras abstracciones. Como ese intenso amor hacia el niño Jesús que Georgia Meloni ha sabido aprovechar para promocionar la natalidad de las familias como Dios manda: blancas, católicas y sin peligrosas desviaciones que perviertan la moral de los pobres italianos, abrumados al parecer por las muchas perversiones de la modernidad. Mientras, por supuesto, sus políticas migratorias juegan a hundir barcos en el Mediterráneo.
Nuestras ciudades son parques temáticos abandonados al consumismo más hortera, una forma burda de recordarnos la paulatina desaparición de otros anclajes que un día creímos que daban sentido a la totalidad social. Algo muy malo debe estar pasando cuando todos, a diestra y siniestra, reivindicamos ufanos este tradicionalismo tan cristiano y cohesionador: Macron invitando al Papa a la estomagante inauguración de Notre Dame; la izquierda madrileña exigiendo que la Navidad llegue a todos los barrios (¡Hagamos cabalgatas!); el muy católico Almeida loando a Israel mientras los palestinos mueren abrasados; todos y todas compartiendo columnas que reivindican los valores católicos como una suerte de impulso subversivo, como si el cambio social se conjurase cantando villancicos. Habermas explicó hace tiempo esta dinámica reactiva frente al pluralismo de valores y formas de vida, el contrapeso emocional frente a la jaula de hierro del desencantamiento del mundo. Hoy, esta división progresiva es más simple y va asentándose en nuestra vida democrática. Frente al racionalismo secular y la apertura cosmopolita de toda sociedad democrática que se precie, nos inclinamos tranquilamente hacia lo opuesto: la necesidad de un arraigo que estos días toma la forma de tradiciones de cartón piedra revestidas de raíces blancas y cristianas.
En un momento de merma creciente de las instituciones que nos protegen a todos, el orgullo macarra de Meloni junto al abeto navideño pasa por un gesto rebelde de falsa franqueza populista que disputa abiertamente la imprescindible secularización de lo político. Menos mal que nos queda Sergio Mattarella, quien en un discurso reciente pronunciado durante un acto de fin de año habló no del Cristo, sino de Karl Popper y Cicerón, de los avances científicos y del regreso a Europa de esas “sombras que ya pensábamos superadas”. La paz es posible, la cooperación es posible, dijo el viejo presidente italiano, recordándonos que acostumbrarse a convivir con el odio es una forma de difundirlo. Pero es Navidad en España, señoras y señores, y hasta después de Reyes, lo subversivo, por lo visto, es comerse el turrón.
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