‘Deus ex machina’
No podemos entregarle todo el poder a alguien que llega clamando ser la solución mientras exhibe su odio al oponente y al diferente
Soy complicada. De niña, aturdía a mi abuela con dilemas y cavilaciones. Ella respondía agitando la mano en el aire, como ahuyentando mis embrollos, y zanjaba las conversaciones con una frase muy suya, “todo son cosas”, un suspiro de desamparo ante la tendencia de los asuntos humanos a enmarañarse. Quien más, quien menos —incluso yo, la enrevesada—, todos soñamos con abolir las complejidades de la vida. Desearíamos encontrar soluciones fáciles e infalibles para cada problema.
El conflicto fue la base de la tragedia antigua. Para los dramaturgos griegos, el mundo se presentaba como opción desgarradora: obedecer a las convicciones o a la ley; buscar la dolorosa verdad o preferir la ignorancia; proteger a los más débiles a costa de la propia seguridad o abandonarlos a su suerte. Aquellos atolladeros y pugnas de voluntades resultaban tan difíciles de resolver que necesitaron inventarse el deus ex machina. La maquinaria teatral incluía una grúa con poleas provista de una plataforma; en el clímax de la pugna, allí aparecía algún dios que, con sus poderes, enderezaba la situación. Esa trampa escénica retrata nuestra ansiedad por encontrar la figura milagrosa que ponga en orden los rompecabezas de la vida.
En esta época de épica hiperventilada, los algoritmos, las redes y ciertos medios rentabilizan nuestra angustia. Al amplificar la sensación de caos, explotan la incertidumbre y el desconcierto, y, en esa atmósfera, insuflan la idea de que necesitamos individuos poderosos, carismáticos, autoritarios, capaces de disolver con mano dura las dificultades enquistadas y el desorden. Y, de paso, derribar las regulaciones, ese gran negocio. El historiador Carlo Ginzburg, hijo de Natalia, víctima de las inclemencias del fascismo italiano, escribió: “El miedo está siempre disponible, la cuestión es quién lo usa”. Curiosamente, personas que se definen como inconformistas, rebeldes e indómitas, dicen preferir un liderazgo de ordeno y mando. En la vida cotidiana nos molesta que nos dicten lo que debemos hacer, pero nos deslizamos fácilmente al espejismo del gobernante fuerte y sin contemplaciones. Nuestro anarquista interior, que asoma ante la mínima exigencia ajena, debería protegernos de caer en quimeras despóticas.
Durante algunas décadas, creímos que la democracia era irreversible, el club que nadie quería abandonar. En la sociedad líquida es duro durar. El tiempo desgasta todo rápido, y se puede morir tanto de éxito como de fracaso, por las expectativas crecientes o por la erosión de los sueños. Hoy crece en las encuestas el número de personas, sobre todo jóvenes, que aceptarían gobiernos no democráticos, siempre que garanticen ciertos niveles de bienestar. El atractivo de la mano dura parece aumentar entre quienes nunca la experimentaron. En su imaginación es solo una idea, y se permiten el lujo de idealizarla.
La tentación viene de antiguo, y anida incluso en mentes brillantes. Platón opinaba que la alborotada y convulsa democracia ateniense no tenía rumbo ni remedio. Recibió una invitación a Sicilia de un aristócrata admirador de su filosofía. Este seguidor, Dión, era cuñado de Dionisio, tirano de Siracusa. Platón viajó varias veces para convertirse en consejero del déspota y mentor de su hijo. Soñaba con hacer realidad un viejo sueño político, el gobierno justo del rey filósofo —bien asesorado—. Sin embargo, el heredero no tenía ganas de obedecer a esos dos consejeros pelmas, que a sus ojos eran un par de moscardones moralistas. Platón comprobó a un alto precio que no se debe creer en las ocurrencias de los cuñados: tras esos intentos terminó preso y algunos dicen que incluso vendido como esclavo. Lo salvaron sus amigos atenienses, y volvió a instalarse con inmenso alivio en la ciudad que tanto lo irritó. Cuando Martin Heidegger retomó sus cursos en 1951, tras la vergonzosa etapa de acercamiento a los nazis como rector de la Universidad de Friburgo, un colega le preguntó sarcásticamente: “¿De vuelta de Siracusa?”. El episodio platónico ha quedado asociado a la atracción —catastrófica— por los presuntos tiranos virtuosos, especie todavía no catalogada en ningún inventario de la historia.
Mientras en Atenas agonizaba la democracia, la República romana se construía sobre la idea obsesiva de evitar el personalismo. Tras una monarquía que desembocó en legendarios abusos, legislaron para impedir que un individuo carismático gobernase sin cortapisas. Todas las magistraturas de la antigua Roma se concibieron colectivas, colegiadas y responsables. Cada año renovaban a los magistrados sin permitir la reelección, cada cargo recaía en varios colegas —dos, seis o incluso diez— que compartían las mismas funciones y tenían derecho de veto. Los elegidos solo podían ejercer su breve mandato forjando acuerdos: estaban condenados a entenderse, en un delicado equilibrio entre la vigilancia mutua y la colaboración. Con el avance del imperio, los guerreros más ambiciosos, avalados por sus victorias, se atrevieron a desafiar esas garantías y plazos tasados. Aquella república fue un audaz proyecto imperfecto, previo a la era de Julio César —cuyo nombre subsiste en la palabra “zar”— con sus dinastías de emperadores, continuadas por largas estirpes de reyes medievales y modernos. Ante las fragilidades y atolladeros que causa el esfuerzo por apaciguar las discrepancias, se dejaron seducir por el orden férreo; sin embargo, nadie fue tan caótico como ciertos emperadores. Y cuando empezaban sus tropelías, ya no existían resortes pacíficos para apartarlos de su cargo.
“¿Quién vigila al vigilante?”, escribió Juvenal. He aquí una gran objeción: cómo garantizar una alternancia eficaz, cómo cesar al César si se lanza a cometer atropellos, qué sucede si quien manda se desmanda. No podemos entregarle todo el dominio a alguien que llega clamando ser la solución, mientras exhibe su odio al oponente y al diferente. La sana vigilancia consistirá en robustecer las cortapisas, controles y validaciones. Si eres escéptico frente al poder, asegúrate de que se fragmenta y distribuye. Divide y te protegerás.
En su crónica La agonía de Francia, Manuel Chaves Nogales, testigo de la guerra en España y después en toda Europa, argumentó que la capitulación de Francia ante los nazis no se debía achacar a la debilidad democrática frente al autoritarismo. La atribuye a la defección de muchos ciudadanos, incapaces de creer en los valores que sostienen la democracia. Al final del libro, publicado en 1941, mientras el continente naufragaba en el horror bélico, concluyó: “Francia sabe, y no ha podido olvidarlo, que hasta ahora no se ha descubierto ninguna forma de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay un régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia: es decir, la paz, la libertad, la democracia. En el mundo no hay más”.
El poder es tan peligroso y enloquecedor que casi resulta un rasgo de humanidad mantenerlo diseminado y difuso. Ese fue el ideal de la democracia ateniense y la república romana, experimentos valiosos y valientes, aun en sus contradicciones. Vivir en sociedades de ciudadanos exige afrontar el embrollo cotidiano con creatividad y esfuerzo, incluso ante circunstancias adversas, como intentaron –con altibajos– esos locos antiguos. Quizá por eso, el final de las tragedias reflexionaba sobre el peso y el precio de la libertad humana. Y aunque sea tentador confiar en soluciones drásticas, conviene recordar que los salvadores providenciales, aquellos que ofrecen remedios simples para problemas complejos –recetas ex machina–, son siempre pura tramoya.
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