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Tribuna
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Cómo la indignación mejora la democracia

La protesta es útil cuando consigue echar a quienes no tienen la altura y ayuda a identificar errores y corregirlos, no cuando impugna todo el sistema en nombre del pueblo

Vecinos de Paiporta afectados por la inundación protestan contra la visita del Rey, Pedro Sánchez y Carlos Mazón el pasado 3 de noviembre.
Vecinos de Paiporta afectados por la inundación protestan contra la visita del Rey, Pedro Sánchez y Carlos Mazón el pasado 3 de noviembre.Ana Escobar (EFE)
Cristina Monge

La indignación sale a la calle cuando un pueblo clama contra la injusticia, la sinrazón o la incompetencia. La indignación es el grito desesperado de quienes sufren cuando las instituciones no hacen su trabajo. Cualquier demócrata debe estar atento a este sentimiento, entender sus motivos y ayudar a que sirva para mejorar la democracia.

Los miles de personas que salieron a la calle el sábado pidiendo la dimisión de Carlos Mazón se expresaron en términos radicalmente democráticos ante la actuación del presidente valenciano, su incomparecencia en las horas clave de la riada, la opacidad y falsedad de sus explicaciones y la cadena de errores que trufaron la gestión de la Generalitat. También protestaron contra el presidente Pedro Sánchez y el Gobierno de España, al que en el manifiesto final criticaron por no “haber presionado de manera contundente e inmediata el Gobierno valenciano ante su inacción para intervenir con todos los efectivos disponibles y ayudar a la ciudadanía a reconstruir sus vidas.”

Gracias a esos periodistas que están haciendo bien su trabajo —y que no son pocos— se va recomponiendo lo que ocurrió en aquellas horas críticas, cuando el presidente de la Comunidad Valenciana, desaparecido, no contestaba las llamadas de la vicepresidenta del Gobierno central Teresa Ribera ni de su equipo; así como lo que aconteció después, cuando la consejera de Justicia e Interior valenciana no puso en marcha las alertas que hubieran podido salvar vidas. Es lo que tiene la democracia, que necesita que cada cual haga su trabajo, y lo haga bien. De ahí que sea imprescindible diferenciar lo que funcionó de lo que no lo hizo.

Porque funcionó la Aemet —agencia pública dependiente del Ministerio para la Transición Ecológica— cuando, tras días advirtiendo de que la situación podía ser grave, lanzó la alerta roja el martes 29 a las 7.36 de la mañana. También funcionaron los servicios de emergencia de la Universidad de Valencia, que con la misma información que tenía la Generalitat mandaron un preaviso el lunes por la noche a los departamentos y el martes a mediodía suspendieron todas las actividades académicas. Salta a la vista que fueron oportunas y acertadas las respuestas de alcaldes y alcaldesas, en primera línea, que ayer mismo en estas páginas recordaban la importancia del Estado. Y es innegable que la sociedad, con los jóvenes a la cabeza, ha dado un ejemplo de compromiso y solidaridad.

Se podrá discutir si la cadena de mando debía estar o no en manos de la Comunidad Autónoma o del Gobierno de España, si éste tenía que haber tenido mayor presencia en los primeros momentos, o si hay que afinar más la “cogobernanza” que operó durante la pandemia; pero el 29 de octubre de 2024 la ley era la que era y no cabía ponerse a debatir su reforma o sustituir sobre la marcha la cúpula del dispositivo. Ningún experto en gestión de crisis aconsejaría tal cosa.

Frente a estos análisis, necesitados de mayor detalle y concreción cuando llegue el momento, hay quienes aprovechan la situación para lanzar una impugnación al conjunto, una enmienda a la totalidad que ni ayuda a entender los múltiples motivos de la indignación, ni a darles solución alguna. Una cortina de humo que tapa los errores y la irresponsabilidad dejando así impunes a quienes los cometieron. Porque si la culpa es de todos, la culpa es de nadie. Si todos son iguales, qué más da a quien votes. Una línea discursiva —ni siquiera argumental— propia de los populismos que llevan a la ultraderecha al poder. Steve Bannon, el ideólogo del trumpismo, lo entendió muy bien.

Sabemos que la desconfianza en las instituciones cuesta vidas, de la misma manera que hemos comprobado de la forma más trágica que el negacionismo climático mata. La indignación salvará al pueblo si consigue echar a quienes no tienen la altura, la capacidad o la responsabilidad necesaria para gobernar; si sirve para corregir aquellos aspectos del sistema que fallaron estrepitosamente y reforzar los que funcionaron adecuadamente; y si logra abrir una reflexión en profundidad sobre aquellos elementos de nuestra forma de vida que hay que revisar. En definitiva, si consigue mejorar la democracia con más democracia. Para ello ha de expulsar a quien siembre bulos, desinformación, manipulación o proclamas irresponsables que sólo consiguen allanar el camino a la ultraderecha, algunos de cuyos líderes ya actúan en las redes sociales e intentan capitalizar las protestas.

La indignación puede tomar muchos caminos. El político, como hicieron miles de valencianos y valencianas saliendo a las calles bajo el lema “Mazón, dimisión”, como hacen quienes con trazo fino buscan las responsabilidades y los fallos, o quienes informan con rigor pese a la complejidad de lo sucedido. Por el contrario, puede deslizarse por la senda de la antipolítica, un recorrido construido de bulos, violencia, o del consabido “todos son iguales”, antesala del autoritarismo. Es más fácil acudir al trazo grueso y a la simplificación demagógica que explicar y analizar fenómenos complejos que exigen a quienes los observan conocimiento, temple, saber utilizar el matiz y los términos justos. Eso es lo que ahora hace falta.

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Sobre la firma

Cristina Monge
Imparte clases de sociología en la Universidad de Zaragoza e investiga los retos de la calidad de la democracia y la gobernanza para la transición ecológica. Analista política en EL PAÍS, es autora, entre otros, de 15M: Un movimiento político para democratizar la sociedad y co-editora de la colección “Más cultura política, más democracia”.
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