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El debate | ¿La solución para el conflicto entre israelíes y palestinos es que haya dos Estados o uno?

El consenso internacional se inclina por el reconocimiento de Palestina e Israel como independientes, pero hay voces que consideran que la irreversible ocupación de Cisjordania hace inviable esa salida y proponen una vía común no nacionalista

Firma de los Acuerdos de Oslo en 1993 entre el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el líder palestino Yasir Arafat. En el centro de la foto, el presidente de EE UU, Bill Clinton.
Firma de los Acuerdos de Oslo en 1993 entre el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el líder palestino Yasir Arafat. En el centro de la foto, el presidente de EE UU, Bill Clinton.RON EDMONDS (AP)

El Estado de Israel nació a partir de una resolución de Naciones Unidas por la que se acordaba la partición del territorio palestino en dos Estados. El conflicto entre árabes e israelíes que surgió entonces en Oriente Próximo llega hasta nuestros días. El consenso internacional se inclina por volver a la solución del reconocimiento de Palestina e Israel como independientes. Sin embargo, cada vez hay más voces que creen que este conflicto se resolverá cuando se establezca un único Estado en el que convivan ambas poblaciones.

Sobre este asunto escriben Luz Gómez, catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, que apuesta por un solo Estado en el que convivan israelíes y palestinos, y Diego López Garrido, director de la Fundación Alternativas y Catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad de Castilla-La Mancha, que considera que la solución debe pasar por los dos Estados.


Un país del río al mar; para todos

Luz Gómez

Hay formulaciones lingüísticas que son tabú en Israel. Una es “Nakba”, “la catástrofe” en árabe, cuyo uso oficial el Gobierno prohíbe. Otra es “un Estado democrático para todos”, palestinos e israelíes, del río al mar, esto es, la unificación de los territorios que van del Jordán al Mediterráneo en una entidad estatal que reconozca a sus miembros plena ciudadanía. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha blandido en la Asamblea General de Naciones Unidas, por segundo año consecutivo, unos mapas con un Israel, su Israel, del río al mar. Nada más lejos de la solución justa y democrática. Un solo Estado, sí. Basado en un genocidio, no.

En el último siglo, la Palestina histórica ha conocido singulares planes de ingeniería política: un Estado, dos Estados y hasta una confederación de Estados han sido objeto de especulación.

De los dos Estados se ha hablado mucho desde que en 1947 Naciones Unidas aprobara el plan de partición de Palestina. Los Acuerdos de Oslo (1993) rescataron la fórmula, de nuevo sin contar con la realidad sobre el terreno, un terreno que conocían bien Isaac Rabin y Yasir Arafat, los firmantes, que realizaron un ejercicio de voluntarismo estéril. La exacerbación del expansionismo de Israel ha demostrado la inviabilidad de un Estado palestino soberano. En cuanto al mantra de una confederación jordano-palestina, que acabaría entendiéndose con Israel en un Benelux de ensueño, sale a relucir en los mentideros del sionismo liberal cada vez que este se siente obligado a dar una repuesta inclusiva.

Queda la vía del Estado único, que admite tres variables. Si descartamos, por insostenible a largo plazo, la actual situación de facto, consistente en un solo Estado judío cuyas leyes fundamentales suponen un sistema de apartheid que discrimina a los no judíos de los territorios que controla, restan otras dos versiones. Ambas levantan ampollas en los poderes fácticos israelíes y palestinos. Pero no son lo mismo.

Por un lado, estaría un Estado binacional en el que convivan con igual ciudadanía, pero con diferentes adscripciones jurisdiccionales, judíos y palestinos. Fue el sueño orientalista de Martin Buber, Judah Magnes o Hannah Arendt, filósofos judíos que en los años treinta y cuarenta trataron de calmar con el mito del progreso su mala conciencia por la usurpación de la tierra palestina y la subordinación de sus moradores al proyecto colonial sionista. El Estado binacional volvió a cobrar actualidad ante el fracaso de Oslo y la represión de la Segunda Intifada (2000-2005). Sopesó la idea Edward Said, que pidió considerar sin tapujos la realidad de la ocupación de Cisjordania y Gaza. Y esta realidad era y es una geografía física, humana y económica tan imbricada que hace imposible la fijación de dos entidades estatales si no es con traslados masivos forzosos de población.

Existe, por último, otro proyecto, el único justo. Si fue posible en Sudáfrica ¿por qué no en Palestina/Israel? Se trata de un único Estado democrático, que se fundamente en los ciudadanos y no en la nación, lo cual equivale a decir un Estado anacional, del río al mar para todos.

Pasar de la idea binacional a la anacional en Palestina/Israel implica abrir una vía superadora del nacionalismo que desgarró la historia del siglo XX. Palestina ha sido históricamente una tierra multicultural, multiétnica y multirreligiosa. La idea y la práctica de la soberanía del individuo, y no de una nacionalidad étnica o religiosa, sería el punto de partida para redactar una constitución democrática y laica, con iguales derechos y responsabilidades para todos los ciudadanos. Las renuncias al estatuto especial de un pueblo a expensas del otro también serían mutuas. Palestinos e israelíes habrían de reconocerse mutuamente, iguales en historia, derechos y sufrimiento.

Por eso es fundamental que Israel reconozca la Nakba, su responsabilidad en la desposesión sistémica del pueblo palestino, y que ofrezca reparación. Solo cuando la Nakba cese, cuando se convierta en historia, otro tiempo será posible. Y con ese tiempo, una verdadera solución para Palestina/Israel.

Dos Estados para dos pueblos

Diego López-Garrido

El Estado de Israel, como es sabido, nació de una resolución de Naciones Unidas. Su Asamblea General aprobó en 1947 la Resolución 181 (II), acordando el reparto en dos Estados, uno judío y otro árabe, del territorio histórico de Palestina. El 14 de mayo de 1948, Israel proclamó su independencia. La inmediata guerra árabe-israelí terminó con la ampliación del territorio de Israel. Posteriormente, la toma de Cisjordania y Gaza, a consecuencia de la guerra de los seis días en 1967, hizo prácticamente inviable la convivencia de dos naciones en una paz duradera. Fue el comienzo de una realidad colonial en la que Israel es la potencia ocupante, contra numerosas resoluciones de Naciones Unidas.

La política de Israel va destinada a una progresiva anexión de Cisjordania mediante asentamientos de colonos y una conversión definitiva de Gaza en la “mayor cárcel del mundo”, en la que se han destruido los recursos esenciales para vivir. Benjamín Netanyahu amenaza con convertir Líbano en otra Gaza.

El planteamiento de un solo Estado plurinacional, formado por judíos y palestinos, nunca tuvo la posibilidad de llevarse a cabo. Desde el primer instante, ninguno de los dos hipotéticos componentes de ese Estado mostraron sobre tal fórmula una mínima aceptación. Hay razones ideológicas de fondo que lo hacen imposible. Como nos recuerda Peter Beinart, el sistema político de Israel está basado en la religión y la etnicidad. Su controvertida ley de 2018 sobre la “nación-estado” declara que solo los judíos pueden “ejercer la autodeterminación nacional”. La mayoría de los palestinos bajo control de Israel —en Gaza y Cisjordania— no pueden ser considerados ciudadanos del Estado ni tener derecho a voto. Hoy hay 14.000 prisioneros palestinos en las cárceles israelíes, sin garantías jurídicas.

Israel es un Estado que carece de Constitución y su carta de derechos humanos no incluye la igualdad ante la ley. Cuando algunos políticos árabe-israelíes propusieron una ley para establecer la igualdad entre árabes y judíos respecto a los derechos de ciudadanía, el presidente del Parlamento israelí rechazó ponerla a votación porque “atentaría contra los fundamentos del Estado”.

El Estado israelí y la política del Gobierno más extremista de su historia han llegado a exasperar incluso a sectores de su propia sociedad, hasta el punto de abandonar el país o considerar hacerlo. No es de extrañar cuando, como señala Thomas Friedman en The New York Times, dirige el país un “partido de Dios” israelí, formado por fuerzas políticas de extrema derecha nacionalista, supremacista y mesiánica. Estas fuerzas tienen en su horizonte el proyecto de Gran Israel del movimiento sionista.

Las manifestaciones que han protagonizado miles de israelíes contra el Gobierno, pidiendo una negociación para liberar a los rehenes, no lo han sido para protestar por la destrucción (“reocupación”) de Gaza y sus habitantes, el asentamiento de 50.000 colonos en Cisjordania o la expulsión de palestinos. Esto permite al Gobierno dominar la escena política, aunque se sacrifiquen vidas de judíos. Hay una contradicción evidente en todo ello, porque obviar un alto al fuego impide la liberación de los israelíes secuestrados por Hamás.

Todo lo anterior ha hecho y hará imposible un Estado en el que convivan las dos naciones. La única salida a un terrible conflicto que dura ya tres cuartos de siglo es la solución de dos Estados. Para llegar a ese escenario, hay que empezar por el principio: la guerra en Gaza y Líbano debe terminar y los rehenes ser liberados, algo que Netanyahu no desea, amparado en el espacio temporal que hay hasta las elecciones presidenciales del país aliado, Estados Unidos. Solo con una interrupción de las acciones militares podrá trasladarse a la mesa diplomática una propuesta de dos Estados parecida a la que han presentado estos días Nasser Al Kidwa, ministro de Asuntos Exteriores de la Autoridad Palestina (2005-2006) y Ehud Olmert, primer ministro de Israel (2006-2009), sobre la base de las fronteras anteriores a 1967. Dos Estados para dos pueblos.


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