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El debate | ¿Hay que regular los debates electorales?

Donald Trump se ha negado a celebrar un segundo cara a cara con Kamala Harris. El plan de regeneración democrática del Gobierno español plantea que los debates sean obligatorios en campaña. ¿Hasta dónde debería llegar una regulación de los mismos?

Una regidora (en primer plano) antes del debate entre el entonces candidato del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el candidato del PP a la presidencia, Alberto Núñez Feijóo.
Una regidora (en primer plano) antes del debate entre el entonces candidato del PSOE y presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el candidato del PP a la presidencia, Alberto Núñez Feijóo.Eduardo Parra (Europa Press)

En los pocos días que restan de campaña para las elecciones en Estados Unidos no se va a celebrar un segundo debate entre Donald Trump y Kamala Harris; el republicano rechazó la propuesta de la demócrata. Al igual que en España, estos encuentros no son obligatorios para los candidatos —sí en algunas comunidades autónomas—, pero allí existe la costumbre de hacerlos hasta el punto de que incluso un candidato como Trump sería incapaz de no hacer ningún debate, algo que sí ha sucedido en España. El Gobierno plantea en su plan de regeneración democrática que los debates sean obligatorios en campaña. Algunos expertos en comunicación política afirman que en países europeos o en Estados Unidos no sería necesario obligar a realizar debates electorales, pues ya son habituales; sin embargo, consideran que en países donde esta tradición no se da es la única forma de que la ciudadanía vea confrontadas las ideas de diferentes partidos. ¿Hay que regular los debates electorales? Y, en ese caso, ¿cuáles deberían ser las condiciones para celebrarlos? ¿Hasta dónde debe llegar la legislación en la materia?

Escriben sobre este asunto Ana Carmona, catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, que apuesta por una regulación que compense la falta de cultura democrática en España; y Marta Fraile, científica titular del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC, que advierte de que una regulación demasiado estricta podría impedir la evolución y los cambios de formato de estos encuentros.


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Un remedio paliativo para una débil cultura política

Ana Carmona

La regulación de los debates electorales en las televisiones para establecer su obligatoriedad es una de esas cuestiones cuya necesidad se plantea en nuestro país de forma intermitente cada cierto tiempo. La última propuesta en este sentido ha venido de la mano del Plan de Acción Democrática presentado por el presidente del Gobierno el pasado mes de julio, en donde se manifiesta la voluntad de acometer una reforma de la Ley Electoral General (LOREG) en esa dirección.

Resulta pertinente recordar que, aunque la comunicación política ha experimentado una radical transformación en la era de las redes sociales, afirmándose estas como cauces preferentes de relación de los actores políticos con la ciudadanía, los debates televisivos en los prolegómenos de las citas electorales siguen manteniendo una indudable relevancia. El interés que suscitan entre el electorado se constata atendiendo a los elevados índices de audiencia que, por lo general, acompañan a su celebración. Y es que tales encuentros ofrecen la posibilidad de verificar la destreza comunicativa de los candidatos, su solvencia en relación con los temas planteados, así como la capacidad dialéctica frente a sus directos oponentes. Los votantes, pues, reciben una visión inmediata y contrastada de las principales ofertas políticas por parte de sus líderes, lo que, a la postre, incrementa la calidad democrática de los procesos electorales.

En este genérico contexto de referencia, la pauta concurrente en los países de nuestro entorno muestra la existencia de previsiones normativas referidas a los requisitos a cumplir con ocasión de los debates, dando por sentada su celebración. El caso de España responde al modelo normativo, aunque no a la premisa de fondo. Con respecto al marco regulador, contamos con diversas previsiones, recogidas a partir de 2011 tanto en la LOREG como en una instrucción emitida por la Junta Electoral Central (la 4/2011), que disponen cómo han de organizarse y qué requisitos han de cumplir los debates electorales tanto en las televisiones privadas como en las públicas: respeto de los principios de pluralismo político, neutralidad informativa e igualdad y proporcionalidad. Asimismo, para el caso de que tengan lugar los denominados “cara a cara”, esto es, debates en los que participan únicamente los líderes de las dos fuerzas políticas mayoritarias, se prevé la necesidad de organizar otros encuentros contando con la presencia de los partidos con grupo parlamentario propio. Lo que la normativa no impone es su celebración, la cual se muestra como eventual.

Es en relación a este aspecto donde la cultura política democrática despliega un rol esencial, entendiendo, allí donde está profundamente enraizada, estos encuentros televisivos no solo en términos subjetivos, esto es, como un derecho que asiste al electorado, sino también en clave objetiva o institucional, en tanto que obligación de las fuerzas políticas a cuyo cumplimiento no se sustraen. Por tal razón, en tal contexto, su imposición en sede normativa carece de justificación.

Es justamente esta esencial premisa la que no concurre en el caso español. Aunque existe una tradición de debates televisivos relativamente asentada, el primero se celebró en 1993, con la presencia de Felipe González y José María Aznar, pero hubo que esperar hasta 2008 para que tuviera lugar el siguiente entre José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. Lo cierto es que no está interiorizada como un deber insoslayable por todos los actores políticos. Las últimas elecciones generales nos brindaron un significativo ejemplo al respecto, cuando Alberto Núñez Feijóo se negó a participar en el encuentro organizado por RTVE con los líderes de las cuatro fuerzas con mayor representación en el Congreso.

Precisamente para neutralizar la habitual incertidumbre que acompaña la celebración de los debates en cada cita electoral se justifica una reforma legislativa que, en la línea de lo establecido en algunas comunidades autónomas (Andalucía o País Vasco), disponga su carácter preceptivo. Ante la debilidad de nuestra cultura política, la solución más realista es aceptar la necesidad de recurrir, como remedio paliativo, a la regulación jurídica.


Una norma rígida puede ser contraproducente

Marta Fraile

Hoy en día, nadie duda de la repercusión que los debates electorales tienen en la opinión pública. La imagen física, las habilidades retóricas, el estilismo, y el tono de voz son características fundamentales para conectar con las emociones y lograr el apoyo de la ciudadanía.

A pesar de los cambios en el panorama mediático, la televisión sigue siendo el canal principal a través del cual los candidatos se cuelan en un mayor número de hogares, incluyendo a los desinteresados o quienes más desconectados se muestran respecto al mundo de la política. Sin embargo, no sabemos por cuanto tiempo será así, dado el avance de audiencias en medios digitales y redes sociales, especialmente entre las generaciones más jóvenes.

En nuestro país la tradición de celebrar debates televisados ha sido irregular y desigual desde el icónico careo entre el aspirante José María Aznar y el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, organizado por Antena 3 Televisión. Desde entonces, la celebración de debates entre los candidatos en campaña electoral ha dependido siempre de la voluntad y la negociación entre las cadenas televisivas y los equipos de campaña de los aspirantes. Incluso ha habido casos en los que uno de los principales candidatos a la presidencia del Gobierno declinó participar, tal y como ocurrió en las pasadas elecciones de julio de 2023.

En España no ocurre como en Estados Unidos, donde a pesar de que los debates electorales no están regulados por ley, se celebran ininterrumpidamente desde el año 1976 y constituyen una parte fundamental de la tradición política y cultural del país. Hasta el día de hoy, ningún candidato se ha atrevido a cuestionar esta costumbre. Como alternativa, se ha propuesto que en España la celebración de debates electorales esté regulada por ley, siguiendo el ejemplo de las Comunidades Autónomas de Castilla-La Mancha (gobernada por el PSOE), Madrid y Murcia (gobernadas por el PP), que en 2022 aprobaron leyes que establecen la obligatoriedad de organizar debates durante las campañas autonómicas.

Es incuestionable que la celebración de debates electorales no debería depender de la voluntad del equipo de cada líder político del momento ni de las negociaciones con las cadenas televisivas. No obstante, la regulación no debería exceder la obligación de realizar al menos un debate durante la campaña electoral, considerando las recientes transformaciones en los sistemas mediáticos y la rapidez de los tiempos digitales en los que vivimos. Una regulación excesiva podría imponer formatos estandarizados, limitando la capacidad de las cadenas televisivas o plataformas para experimentar con nuevos enfoques que hagan los debates más interesantes y atractivos para la ciudadanía.

Además, en la era digital los debates también se transmiten en las plataformas online y en las redes sociales, por lo que deberían ser capaces de adaptarse a este entorno más flexible y dinámico. No sabemos a ciencia cierta por cuánto tiempo las televisiones mantendrán el monopolio de facto en la transmisión de los debates electorales. Por ello, una regulación excesiva podría imponer formatos rígidos, socavando el objetivo retórico fundamental de este ejercicio: facilitar un intercambio sosegado de ideas y propuestas para el futuro de nuestro país en un formato accesible a toda la ciudadanía.

Imagínense qué habría ocurrido si una regulación concreta hubiera impedido celebrar el debate entre Joe Biden y Donald Trump en junio de 2024, a casi cinco meses de las elecciones presidenciales del 5 de noviembre. Por aquel entonces, muchos expertos opinaban que la vicepresidenta Kamala Harris no era una candidata adecuada, argumentando que su estilo, demasiado directo y algo agresivo, no conectaba con la ciudadanía. Nada más lejos de la realidad, dado el entusiasmo que ha generado a lo largo de las últimas semanas la candidatura a la presidencia del Gobierno de la primera mujer afroamericana y de origen asiático en la historia de Estados Unidos.


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