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Tirad a quemarropa contra los cascos azules

Netanyahu está decidido a imponer un nuevo orden en Oriente Próximo opuesto al dibujado durante casi 80 años por Naciones Unidas

El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, se dirige a la Asamblea General de Naciones Unidas, el pasado 27 de septiembre.
El primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, se dirige a la Asamblea General de Naciones Unidas, el pasado 27 de septiembre.Eduardo Muñoz (REUTERS)
Xavier Vidal-Folch

Lanzar la tercera invasión israelí del Líbano, tras los fracasos políticos cosechados en las de 1982 y 2006. Estigmatizar al secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, como “persona non grata”. Y disparar a quemarropa contra los cascos azules, molestos testigos que guardan el precario equilibrio libanés, destruir sus torres de vigilancia, inutilizar sus cámaras de seguridad. Son tres saltos de una misma secuencia. Que plasma la cruel lógica del extremismo —los hay más radicales en su Gobierno— de Benjamin Netanyahu, Bibi, decidido a imponer un Nuevo Orden en Próximo Oriente.

Su diseño, si existe, es volátil. Pero incluye un nuevo esquema opuesto al dibujado en las más de 500 resoluciones Naciones Unidas durante 76 años (Consejo de Seguridad, Asamblea General, Comité de Derechos Humanos), en su mayoría condenatorias de Israel. Todas parten de la 181, que en 1947 recomendó crear dos Estados: cumplida en parte (creación de Israel), no en todo (el Estado palestino). Y ha sufrido asechanzas cruzadas, pues aquel solo ha sido reconocido tarde y a regañadientes desde parte del mundo árabe.

Este Nuevo Orden bautiza la operación militar “selectiva” contra Líbano; opera como coartada belicista a la pretensión de Bibi de blindar sus presuntos delitos ante los tribunales internos; y envuelve en lema multiuso el salto regional de la ofensiva a siete frentes: de Gaza a Cisjordania, de Yemen a Siria, de Líbano a Irak e Irán.

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Sus objetivos, nunca concretados, pero inferibles de la acción sobre el terreno, abarcan el dominio territorial completo de Gaza y Cisjordania para abortar la siempre postergada creación del Estado palestino, vaciándolas y colapsando su vida cotidiana; desarmar o desactivar las milicias chiíes en Líbano y Yemen; y esterilizar la potencia militar del Irán de los ayatolás, patrocinador de ese frente. O sea, “cambiar el equilibrio de poder en la región para los próximos años”, como indicó el primer ministro ante la Asamblea general de la ONU el 27 de septiembre.

Pero ese nuevo equilibrio es inconcreto en sus perfiles. Toda reordenación territorial requiere un mapa. El doble mapa de la zona exhibido por Netanyahu, titulado Blessing and curse (Bendición y maldición) es propagandístico. Pero indicativo.

Los malditos son Irak, Irán, Líbano y Siria. Los benditos forman un corredor de Europa a India, y de Sudán a Arabia Saudí con epicentro en Israel: es una ensoñación, pues ya el ministro de Exteriores saudí, el príncipe Faisal bin Tarhan, ha contestado por escrito que “esta alianza solo puede llegar si se basa en el alto el fuego en Gaza y estableciendo un Estado palestino independiente con capital en Jerusalén Este”, dos requisitos exactamente contrarios a las pretensiones de Tel Aviv.

Ocurre que este mapa tiene ancestros. Bebe del sueño bíblico y del primer sionismo irredentista: un Estado que abarque “desde el Nilo hasta el Éufrates”. El “Gran Israel” redivivo, que amerita más atención. Próximamente.

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