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Columna
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Una delgada línea a punto de romperse

La crisis del universalismo de los derechos humanos es directamente proporcional al ascenso de un nacionalismo étnico que crece a ambos lados del Atlántico

Una delgada línea / Máriam Martínez Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Leo el reportaje “Refugiados encerrados como animales y deportados como criminales con el dinero de la UE” y pienso en la frase de Donald Trump que provocó nuestras carcajadas: “Los inmigrantes se comen nuestras mascotas”. Las personas hacinadas en los campos de Turquía graban como pueden sus experiencias para difundirlas en las redes. Es un acto de resistencia frente al intento de borrado de la deshumanización retórica y las bochornosas políticas de una UE que ha olvidado que aquí nació la noble proclamación de los derechos inalienables y la dignidad intrínseca a todo ser humano. La crisis del universalismo de los derechos humanos es directamente proporcional al ascenso de un etnonacionalismo que permea con fuerza creciente la ideología de los partidos políticos a ambos lados del Atlántico.

Que Trump pueda decir tamaña barbaridad muestra un cambio profundo en la atmósfera mundana desde la que recibimos discursos que ayer consideraríamos nauseabundos y que hoy consiguen arraigar. Habla de una narrativa coherente, más fuerte ya que cualquier hecho que Trump decida negar y que encaja perfectamente con la construcción de esa idea que denunciaba Pankaj Misrha: “el enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental”. Incluso la indignación que sentimos desde la atalaya de la superioridad moral de la izquierda alimenta esa narrativa, pues lo que ocurre es la transformación de una cultura política donde creer en cualquier cosa con honestidad parece imposible, donde escandalizarse es nuestro único signo de pertenencia política. Todos somos culpables.

Para que una narrativa cale hasta el punto de romper nuestra lealtad con la realidad hace falta mucho más que la mentira continuada. Ya no somos capaces de darle a los hechos la relevancia que merecen, pero la erosión no se ha producido de la noche a la mañana. No es algo repentino que el candidato más decente en la carrera por el liderazgo tory sea vencido por quienes gritan que el Reino Unido debe abandonar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Al parecer es una cuestión existencial: “irse o morir”. Es la misma idea que proyecta Europa cuando hacinamos a seres humanos para combatir la migración irregular. O cuando hacemos la vista gorda con Giorgia Meloni y dejamos en manos de negociaciones bilaterales con Albania llevar allí sus propios inmigrantes. La reunión de ministros de Interior de la UE del pasado jueves para endurecer nuestras ya criminales políticas fronterizas ha sido especialmente siniestra. Y allí estaba Marlaska.

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Trump no es un lunático diciendo idioteces ni una excentricidad de los yanquis. También aquí experimentamos la ansiedad de no reconocer lo que tenemos ante los ojos: los modernos agujeros del olvido donde resguardamos nuestra riqueza despreciando la vida y los derechos de los pobres. Crear en Turquía un muro infranqueable para tratar a quienes no son blancos como algo superfluo es el enésimo paso hacia la deshumanización. Por eso reímos incómodos cuando Trump habla de monstruos devorando mascotas. Desvestimos a las personas de sus derechos para convertirlas en una masa hacinada y maleable que no altere nuestras conciencias, pero si somos incapaces de aliviar los desafíos sociales, políticos o económicos de una manera mínimamente digna es porque hemos perdido definitivamente la brújula moral y política que decíamos custodiar. Y jugamos con fuego, pues entre destruir el derecho a tener derechos y acabar con la propia vida solo hay una delgada línea a punto de romperse.

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