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‘Semos’ muy europeos

España ha pasado de ser la peor caricatura de Europa a convertirse en su mejor miniatura

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en Bruselas, en abril.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en Bruselas, en abril.Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa (Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa/EFE)
Víctor Lapuente

En unas décadas, España ha pasado de ser la peor caricatura de Europa a convertirse en su mejor miniatura. Esta es la imagen compartida que dejaron las multifacéticas intervenciones en el reciente Foro La Toja: España contiene, en dosis elevadas, las virtudes y vicios del continente.

Primero, la foto a corto plazo y en términos absolutos, es que somos ricos y crecemos. Pero, si nos miramos con perspectiva y en términos relativos, somos más pobres y menos dinámicos. Nuestra brecha con EE UU ha aumentado y Europa no tiene ni una empresa entre las 10 mayores del mundo por capitalización bursátil —y sólo una entre las 20 primeras—. Y, mientras en el ecosistema americano brotan gigantes corporativos como setas, casi todas las grandes empresas europeas tienen más de 50 años. España es una réplica diminuta de esta tendencia. Nuestra renta per cápita, que rozó la media de la UE a principios de este siglo, ahora apenas supera el 80%. Y atesoramos muchas pymes, pero pocas grandes empresas, lo que lastra la productividad y la innovación.

Segundo, tanto Europa en general como España en particular poseen un capital humano muy formado y creativo, líder en desarrollo científico, pero ese talento no se traslada bien en actividad económica. Tercero, ofrecemos garantías legales para los negocios, un robusto Estado de derecho y una fiable seguridad jurídica, pero también desventajas legalistas, una burocracia oxidada y una regulación hiperbólica. El imperio de la ley nos hace fuertes, pero el reino del legalismo nos debilita. Cuarto, somos atractivos por nuestro generoso Estado del bienestar; pero despertamos recelos por el excesivo gasto en pensiones y partidas presupuestarias de dudosa rentabilidad social. El peso del sector público sobre la economía, y el escaso escrutinio sobre su impacto real, ha llegado a límites insostenibles en Francia o Italia. Y España se les acerca.

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En Bruselas y Madrid, los legisladores necesitan trazar líneas delgadas. La primera, entre fomentar la competencia y, al tiempo, permitir que surjan campeones europeos. Construir un auténtico mercado único, pero que no derive en un bazar continental. La segunda, entre agilizar los procedimientos administrativos y, a la vez, no favorecer las corruptelas. Y, la tercera, entre ampliar derechos sociales y, a la misma hora, recortar privilegios a grupos concretos. El problema es que cuando más urge afilar el lápiz legislativo es justo cuando los principales actores políticos más quieren usar el rotulador grueso.

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