El ninguneo de España a López Obrador
El esperpento diplomático es producto de la descortesía que conlleva el no interesarse por el otro
El esperpento que ha producido, en ambas orillas del Atlántico, la carta que envió el ya expresidente mexicano Andrés Manuel López Obrador al rey Felipe VI, es un capítulo más de ese permanente malentendido que ha habido siempre entre España y los países latinoamericanos que fueron sus colonias, con énfasis en México, cuya conquista palpita todavía como una cosa viva, y venenosa.
Nadie, ni de un lado ni del otro, ha hecho la pedagogía que necesita la madre patria para tener una presencia normalizada en México, nadie se ha puesto a exorcizar, de verdad, al demonio del conquistador, ni tampoco se ha explicado —porque aunque aquí parezca mentira allá hace falta una explicación— qué hace un rey español, en pleno siglo XXI, de visita oficial por esos países que se independizaron hace 200 años de esa institución y, por no explicar, nadie ha explicado aquí que México no es un país sudamericano, porque está en Norteamérica, ni que no se escribe con J sino con X, esa letra que fascinaba a Valle-Inclán.
Todo esto es producto de la descortesía que conlleva el no interesarse por el otro aunque, 500 años después, ese otro ya sea casi el mismo.
Quien no conoce México no conoce bien España, decía, con toda razón, el escritor Alfonso Reyes, pero los sucesivos gobiernos de ambos países no han sintonizado nunca con esa idea, que sí queda bastante clara, por ejemplo, en el mundo del arte, y en los artistas y en sus obras que dialogan y aprovechan elementos de uno y otro lado, o en los profesionistas y los empresarios que se mueven y desarrollan sus proyectos en las dos orillas.
Esta descortesía impide, por ejemplo, apreciar la importancia crucial que para España tiene Latinoamérica, donde hay 400 millones de personas que hablan español, sobre todo en México, donde hay 130 millones de hispanohablantes; nadie parece darse cuenta de que, sin Latinoamérica, España no tendría la relevancia que tiene en el orden mundial; sin esos países España y el español tendrían la relevancia de, digamos, Polonia.
La carta que envió López Obrador al Rey, a pesar de ser un artefacto chocante y extemporáneo, está escrita de manera respetuosa; no le dice al Rey que pida perdón, lo invita a pedir perdón con él, le dice textualmente: “Para la nación que represento es de fundamental importancia, Señor, invitar al Estado español a que sea partícipe de esta reconciliación histórica”. También le cuenta que él, en representación del Estado mexicano, va a pedir perdón a los yaquis, a los mayas y, de paso, a los chinos, por “la persecución racista que sufrieron los chinos en el territorio de México durante las primeras décadas del siglo XX”.
Al final le pide “que el Reino de España exprese de manera pública y oficial el reconocimiento de los agravios causados y que ambos países acuerden y redacten un relato compartido”.
Desde luego que esta carta puede descalificarse con múltiples argumentos, después de 500 años ya no queda entre nosotros ni un átomo de los conquistadores ni de los pueblos originarios mexicanos, el rey que auspiciaba la conquista era un Habsburgo y no un Borbón, etcétera. Por otra parte, la carta del presidente mexicano no pide nada extraordinario, consuena con el perdón que pidió recientemente el rey Felipe de Bélgica por las atrocidades cometidas en El Congo durante el reinado de Leopoldo II, y con el que pidió el papa Francisco a los pueblos indígenas de Canadá. El contexto es propicio, va con la ola de las reivindicaciones anticolonialistas y el prestigio de los pueblos oprimidos, pero en lugar de argumentar, de rebatir o de negarse a participar en la ceremonia que proponía el presidente mexicano, en una carta privada por cierto, se optó por ignorarla y esa descortesía, de la que hablaba hace unas líneas, se convirtió en un ninguneo, que es la más violenta de las descortesías: negar la existencia del otro que, por cierto, es el país donde más se habla tu lengua.
La carta del presidente de México fue ignorada por el rey Felipe mientras sus líneas más ríspidas, que no son todas, eran filtradas a la prensa española. Se puede entender perfectamente el enfado del Gobierno mexicano ante esta descortesía y este ninguneo; por mucho que la carta haya molestado tendría que haberse respondido, en los mismos términos de la de López Obrador, en una carta privada dirigida al presidente, aunque en ella el Rey se negara en redondo a pedir perdón.
Llama la atención la poca diplomacia con la que ha sido manejado el episodio de la carta, en una institución fundamentalmente diplomática como la Corona española.
Quizá esa respuesta hubiera sido el origen de un diálogo, de una nueva manera de conversar entre los dos países, el origen de un nuevo relato que acabara de una vez con esos fantasmas que, desde hace 500 años, nos atormentan.
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