Los partidos políticos mataron al Senado
La Cámara alta es la criatura peor diseñada de la Constitución; no representa a los territorios y no sirve como segunda lectura, y esa anomalía explica en gran medida las graves tensiones que padece nuestro modelo autonómico
El Senado posee características que la opinión pública desea para cualquier institución democrática. La mayoría de los miembros de esa Cámara son elegidos en listas abiertas (208 electivos, 58 designados por los parlamentos autonómicos); los electores pueden optar hasta por tres candidatos, personalizados con nombres y apellidos; y, por lo tanto, los ciudadanos ejercen su derecho electoral sin las limitaciones que impone un método de elección que en casi todos los casos obliga a optar por listas cerradas de partidos políticos, con lo que quedan las personas, y lo que es más importante, con lo que quedan los candidatos, sus ideas y personalidades, oscurecidos y sin ningún valor electoral. Además, los miembros del Senado son el resultado de un sistema mayoritario, y visto que el sistema proporcional ha producido, en contra de lo que se pensó en su día, inestabilidad e incomunicación políticas, al menos no es el escenario de unas minorías que dominan incomprensiblemente a las mayorías, con el efecto de desmoralizar a los votantes.
Es obvio que si el Senado aparece como una institución inútil se debe a que sus poderes son poco más que los que tiene una comisión del Congreso de los Diputados. Es la criatura peor diseñada de la Constitución. El artículo 69 de nuestra Ley Fundamental declara el carácter de Cámara de representación territorial. No es cierto. Este Senado no representa a los territorios hoy dotados de poder político, las comunidades autónomas. Las autonomías se relacionan con el Estado a través de los partidos políticos, en vez de hacerlo a través del Senado, y esa anomalía explica en gran medida las graves tensiones que padece nuestro modelo autonómico.
Como el Senado no se corresponde con el actual Estado descentralizado, la Cámara de representación territorial es el Congreso de los Diputados. Lo que sucede es que está más al alcance de aquellas comunidades gobernadas por partidos nacionalistas, o localistas, con grupo parlamentario propio (y que se arroga la representación de todo el territorio) que por aquellas otras gobernadas por los grandes partidos nacionales. Nos encontramos hoy con diputados que actúan como senadores (en el Congreso no presentan candidato a la investidura, ni poseen un programa electoral para toda España), mientras los auténticos senadores son diputados de segunda y de segunda lectura.
La ausencia de un Senado capaz de abrir un cauce de participación permanente de las comunidades en las tareas estatales que llevan a cabo las Cortes Generales exige la reforma constitucional de nuestra Cámara Alta.
Entre 1989 y 1998, el Senado avanzó en su reforma. En 1994, aprobó por unanimidad su nuevo Reglamento, que creaba la Comisión General de las Comunidades Autónomas, la única institución en la que están juntos el Gobierno de la nación y los gobiernos de las nacionalidades y regiones. Aunque los gobiernos autonómicos tienen en esa comisión las mismas potestades que los ministros, es evidente que sólo reformando la Constitución podrá el Senado convertirse en la institución que conecte las comunidades autónomas con el Estado.
El Senado puede justificarse como la Cámara que logra acuerdos allí donde el Congreso de los Diputados, por ser el escenario de la competición partidista, tiene dificultades para lograrlo. Desde la ley que creó el Tribunal Constitucional, pasando por su Reglamento —el Congreso sigue con un Reglamento de la época de UCD, ¡de febrero de 1982!— o el primer debate autonómico (septiembre de 1994), el Senado ha demostrado su utilidad como Cámara de consenso.
En efecto, en ese primer debate de 1994, en el que participaron los presidentes del Gobierno y de las comunidades autónomas, se aprobaron una serie de mociones encaminadas a la consolidación del Estado autonómico. Entre ellas, y a iniciativa del portavoz del Grupo Popular, el entonces senador Alberto Ruiz-Gallardón, destaca la que inició la reforma constitucional del Senado.
Se creó una ponencia, que se mantuvo activa en la siguiente legislatura —ya con el Gobierno de José María Aznar—, y que, además de conocer la opinión de expertos en la materia, de los presidentes autonómicos y de todos los padres de la Constitución de 1978, los ponentes llegaron a un acuerdo sobre las funciones de la Cámara reformada, pero no fue posible en lo referente al número de miembros del nuevo Senado.
¿Cómo sería un Senado reformado? Resumidamente: sería una Cámara permanente; sus miembros serían elegidos a la vez que los parlamentos autonómicos; el Senado efectuaría la primera lectura en una serie de leyes, desde los Estatutos de Autonomía, hasta los grandes planes de infraestructuras, y en todos estos supuestos de primera lectura sería de aplicación lo dispuesto en el artículo 74.2 de la Constitución, es decir, situar al Senado en una posición más potente ante el Congreso de los Diputados. Además, tendría plazos más amplios para aprobar las leyes, y el veto senatorial actual sería sustituido por una enmienda de totalidad con texto alternativo, que tendría que ser aprobada por mayoría absoluta. En ese supuesto se volvería a lo previsto en la comisión paritaria de diputados y senadores, prevista en ese artículo 74.2, que es la clave de la reforma. Ese Senado tendría la potestad de defender los hechos diferenciales, cuya concreción es competencia de las nacionalidades y regiones.
Pero, a partir de la segunda mitad de 1998, desapareció cualquier posibilidad de acuerdo, y desde entonces la política territorial se convirtió en el motivo esencial del enfrentamiento ideológico entre el PP y el PSOE. Sostengo que en 1998 comenzó la polarización política. La secuencia de los acontecimientos de aquel año explica, en mi opinión, el final de la época de los acuerdos.
Primero. En junio de dicho año, en una rueda de prensa en el Senado los presidentes autonómicos del PP manifestaron que no podían participar más en la ponencia, porque los socialistas y los nacionalistas catalanes y vascos iban a privilegiar a las comunidades con “hechos diferenciales”. La ponencia no había abordado esa cuestión. Sólo se había hablado de que el Senado reformado debía tener instrumentos de protección de esos “hechos diferenciales”, y que cada autonomía tenía la potestad de aprobar aquellos que consideraba propios. Fue una maniobra electoral, pero los partidos nacionalistas encontraron en ella el pretexto para desvincularse de cualquier proyecto de fortalecimiento del Estado de las autonomías.
Segundo. En julio, CiU, PNV y BNG suscribieron un documento, llamado Declaración de Barcelona, en el que pedían un reconocimiento de sus respectivas “naciones” e instaurar una confederación, según el precedente de Galeuzca, una fórmula defendida por los nacionalistas entre 1923 y 1941 con resultados políticos penosos.
Tercero. En septiembre, ETA acordó con el PNV y con otras formaciones políticas y sindicales vascas el Pacto de Estella. Consistía en que ETA declaraba una llamada tregua de sus acciones terroristas y, en contrapartida, los otros firmantes iniciaban un proceso que conduciría a ejercer el “derecho de autodeterminación” en el País Vasco y en Navarra.
Cuarto. En septiembre, interpelé a Mariano Rajoy, entonces ministro de Administraciones Públicas, ofreciendo, con el modelo del Senado de 1994, consenso frente al Pacto de Estella. El Diario de Sesiones refleja que Rajoy sufrió rechazando mi oferta. Un poco antes, el vicepresidente Francisco Álvarez Cascos había manifestado que el Gobierno de Aznar seguía contando con el apoyo de los nacionalistas.
Desde entonces hasta hoy, los partidos son prisioneros de su odio recíproco. Las necesarias reformas están paralizadas desde hace más de 25 años. El Senado es un sismógrafo que refleja nuestro particular terremoto político, pero él mismo provoca temblores. La crisis con Cataluña fue ocasionada, entre otras causas, porque el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, acordó en privado en La Moncloa con el entonces líder de la oposición catalana, Artur Mas, unas enmiendas al proyecto de Estatuto de Cataluña, con lo que su tramitación después en el Senado fue una mera formalidad. El nuevo Estatuto salió debilitado. Un ejemplo más de que los partidos fracasan cuando suplantan a las instituciones representativas. La polarización y el populismo surgen cuando la política se hace fuera de ellas.
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