El Senado: con prudencia y sin mi miedo
Este artículo que hemos escrito juntos quiere serenamente llamar la atención sobre un olvido: la reforma del Senado está paralizada. Si en 1987 la Cámara alta votó unánimemente aquella moción de Ramón Trias Fargas en la que señalaba cómo el desarrollo autonómico exigía reformar el Senado, nos preguntamos ¿acaso el Estado descentralizado es hoy menos complejo que entonces o tiene menos problemas políticos de integración y de entendimientos como para que podamos aceptar sin preocupación la parálisis en la que se encuentra el Senado desde 1998?No hemos puesto nuestras ideas en común por darnos la satisfacción de poner sobre el fondo oscuro de la actual situación, el recuerdo de aquella luz que había en el Senado cuando dirigíamos la institución hacia su reforma. Si hemos decidido escribir juntos sobre lo que está pasando, es sencillamente porque pensamos que puede ser un ejemplo que sirva para aumentar el optimismo y la confianza sobre las posibilidades de llegar a un acuerdo que reactive el impulso reformista. Por lo tanto, no creemos que la presidenta Aguirre y quienes con ella dirigen hoy la Cámara alta sean la causa de estos problemas. Creemos que el Gobierno ha congelado al Senado y su reforma porque es pesimista sobre su propia capacidd para promover el acuerdo que lo permita.
Por eso queremos exteriorizar el ejemplo de nuestras coincidencias. Un nacionalista catalán de convicciones democristianas puede llegar a conclusiones compartidas en estos asuntos con un socialista que ha confesado que se siente patriota español. Esto es posible, porque ambos compartimos la profunda convicción de que hoy más que nunca es necesario que las instituciones parlamentarias funcionen, recordando un libro famoso, sin miedo a la libertad. Fue un error enorme hacer abortar la ponencia de la reforma constitucional del Senado en junio de 1998. En ella habíamos avanzado muy bien, colaborando todos, desde el PNV hasta el PP y, de pronto, el diálogo se vino abajo. El pretexto fue que los Gobiernos autonómicos del PP enervaron todas las alarmas cuando dijeron, incluso convocando plenos en sus Parlamentos, que Laborda y Rigol pretendían reconocer los hechos diferenciales discriminando a unas comunidades frente a otras. Fue inútil reiterar que en aquella ponencia, aparte de que el PP tenía mayoría absoluta, todavía no se había hablado nada de cómo podría el Senado proteger los hechos diferenciales allí donde existieran, en tanto hechos constitucionalmente reconocidos. Lo que todavía nos duele intelectualmente es que ante un problema político difícil, alguien decida que la solución consista en que las Cámaras no lo debatan. Ambos respetamos mucho la virtud de la prudencia. Pero no la confundimos con el miedo. Un mes después de que aquello sucediese se firmó la Declaración de Barcelona y poco después la de Lizarra. Hemos reflexionado sobre esas fechas y advertimos de que no todo es casualidad. Por eso, sostenemos que el Senado debe volver a hablar de su reforma constitucional. Y el Gobierno debe asumir su obligación de liderazgo. Lo imprudente es inventarse miedos. Si esa hubiese sido la pauta durante la transición, hoy tendríamos una democracia imperfecta.
Coincidimos en contestar afirmativamente la pregunta que hacemos al comienzo de este escrito: pensamos que es un motivo para el optimismo que un nacionalista y un socialista estemos de acuerdo en que un Estado compuesto como el nuestro necesita complementar con una Cámara territorial las relaciones bilaterales que los Gobiernos tienen entre sí. O mejor dicho: que recordemos que en este punto existía un profundo acuerdo en la ponencia hasta que dejó de existir en 1998. Y había más coincidencias: debíamos reformar el Senado en congruencia con la Constitución. Había que respetar las funciones del Congreso para no poner en crisis el concepto de soberanía definido en ella. No era necesario modificar, para ello, el título que la Constitución dedica al Estado autonómico.
Las comunidades autónomas son mucho más que unas administraciones con las que hay que coordinar competencias. Son vértebras del Estado. Y por eso decimos que tanto error es no celebrar el debate autonómico en el Senado, como pretender que en él se discuta sólo de cooperación y coordinación. De lo que deberíamos estar hablando es de una culminación de la obra constituyente, con la intención de alcanzar la perfección de aquel sueño cumplido: integrar en la reforma también a los que se abstuvieron en la votación constitucional. La mayoría absoluta no debiera ser el medio para alejar cualquier discusión incómoda con el pretexto de que todo está seguro, sino el elemento de seguridad para preparar un tiempo que no será siempre como hasta ahora. Y la pregunta que nos hicimos con Trias Fargas en 1987, cuando creamos la Comisión General en 1994, cuando la ponencia fracasó en 1998 y que nos volvemos a hacer ahora, parte de una reflexión en la que también coincidimos: es iluso suponer que las comunidades autónomas van a poder seguir participando en la política estatal como hasta ahora, sin estar presentes en las instituciones parlamentarias centrales, sólo a través de los cauces del sistema de partidos políticos. Si es así, las relaciones entre los partidos sucumbirán aún más a la espiral de la tensión.
Demasiadas veces, el debate político territorial es dañino para la tolerancia democrática porque ha sido expulsado de las instituciones parlamentarias. Es una paradoja absurda que el Senado sea una Cámara incluso cordial y que el debate autonómico que se haga fuera de sus muros sea tantas veces ofensivamente insufrible. La España que refundó la Constitución de 1978 está constituida por la compleja pluralidad institucional y cultural de sus nacionalidades y regiones. Para que el conjunto no pierda su cualidad integradora, creemos que debe mantenerse vivo el impulso reformista. Si el Gobierno no lo desdeña, volverá a confiar en que el acuerdo es posible y también necesario en estos tiempos de debates turbulentos.
Juan Rigol fue presidente de Uniò Democràtica de Catalunya, vicepresidente del Senado y actualmente preside el Parlament de Catalunya. Juan José Laborda es portavoz del PSOE en el Senado y ha sido presidente de la Cámara alta.
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