De cómo el ‘tifa’ Puigdemont cayó en su propia trampa
Si el ‘expresident’ pedía una cuerda para saltar a la comba, se la dieron para que se ahorcara. El video colgado el sábado demuestra hasta qué punto él mismo y su entorno ya deben de ser conscientes de la dimensión del error
No es difícil de suponer que una parte de la sociedad catalana y española deseaba que el pasado 8 de agosto se pudiera celebrar la sesión de investidura de Salvador Illa como president de Cataluña sin percances, y que otra parte deseaba sobre todo poner al señor Puigdemont a disposición de la justicia, aunque el precio fuese dejar en el aire la investidura. A este reparto de prioridades puede incluso añadírsele otro subgrupo: los que querían que se celebrara la investidura pero tampoco necesitaban ni deseaban ver a Puigdemont entre rejas, o los que, siendo completamente partidarios de lo que este hombre representa, deseaban verlo mártir y de paso sabotear la investidura de un españolista. El hecho es que Puigdemont no se arriesgó ni tan siquiera a un martirio light —comparado con Companys, por si alguien jugaba a establecer paralelismos—, engañó a sus propios seguidores e hizo —las comparaciones reflejan también todo un repertorio de sensibilidades— de Houdini, de Jimmy Jump, de mago o, simplemente, y como se dice en catalán, el tifa. Fer el tifa no es muy honorable, que digamos. Es ser pura fachada, un ser sin sustancia y nada más. Pero hace tiempo que a este hombre le trae sin cuidado la honorabilidad del cargo que ostentó. Sus partidarios —sus fans— pueden dar y quitar al albur de sus devociones la honorabilidad a quien les parezca. El hecho es que, sin entrar en mayores especulaciones, ha jugado a ridiculizar al cuerpo de policía de Cataluña abusando aparentemente de un pacto entre caballeros —craso error: Puigdemont no lo es, ni es evidente que los suyos esperen de él que se comporte como tal—, y ha demostrado que la investidura le importaba un bledo. Él venía a tener cinco minutos de protagonismo y luego a echar a correr. Hay quien no entiende que el hombre suscite tanta animadversión. Yo confieso que no entiendo cómo todavía hay quien intenta reconocerle unos restos de mérito o decencia política.
El jueves 8 de agosto fue interesante seguir debates y tertulias. Un ejemplo: en Catalunya Ràdio, el señor Vicent Sanchis se esforzaba en aclarar, una y otra vez, que la noticia del día era Puigdemont y que nadie hacía caso de la investidura. Llegó a comparar lo que ya se ha dado en llamar su tocata y fuga —pobre Bach— con un pastel de chocolate, y la investidura con una peladilla. Más gráfico imposible. Infatigable también, Pere Rusiñol le respondía que lo de Puigdemont era el trueno o la traca final de unos fuegos de artificio, y que el hecho realmente importante era que el día acabaría con un nuevo presidente de la Generalitat. Mientras tanto, los relatos sobre la escapada del expresidente se volvían más y más novelescos. Que si coches persiguiéndolo, que si tramos recorridos en contradirección, que si un solo mosso corriendo a pie detrás y obstaculizado por los fans del fugitivo. Un mosso, por cierto, que según las últimas versiones habrá batido, sin ser consciente de ello, el récord mundial de los 1.500 metros, corridos a la velocidad propia de un automóvil en fuga. Puesto que conozco muy bien la zona, lo llamativo de este recorrido es que era el normal, dadas las circunstancias, para llegar a la única entrada habilitada en el Parque de la Ciudadela y poder así acceder al Parlament. Por tanto, al emprenderlo, ¿cómo sabían que huía? Pues porque no era lo pactado, es evidente. Este camino también lo llevaba en pocos minutos a la Ronda Litoral, da igual si hacia el norte (Francia) o hacia el sur (gran rodeo y cruzar la frontera por quién sabe dónde).
Si me fijo en la cuestión del recorrido es porque es muy posible que los Mossos hubiesen creído en lo presumiblemente acordado con Puigdemont —doy mi discurso, bajo a pie por el passeig Lluís Companys y en la Ciudadela me entrego—. Pero a partir de aquí el cúmulo de errores —¿cómo dejan aparecer un coche detrás del escenario sin controlarlo?, ¿cómo no revisan la estructura del escenario y la carpa tan bien pensada para el juego del doble fondo?, ¿cómo no estaba aquello lleno de agentes de paisano atentos a cualquier maniobra extraña?— resulta difícil de aceptar. Aunque tampoco es creíble que, presuntos traidores al cuerpo aparte, la policía catalana se expusiera a sabiendas a semejante ridículo. Tampoco descartaría que otro cuerpo de seguridad, o de inteligencia, interviniese en la operación de facilitar la huida al expresidente. Algún analista político ha hablado de “cohecho de libro”. Muy bien. Que lo demuestre. Yo por mi parte imagino posibilidades y estoy muy lejos de defender nada que no sea, lo admito, una presunción extraordinariamente imaginativa para hacer racional lo que acaso fue nada más y nada menos que un pasarse por el forro la palabra dada. Viniendo de Puigdemont me parece extraordinariamente insensato que esta palabra se diera por buena.
El hecho es que el hombre se esfuma. Da igual cómo. ¿Qué consecuencias tiene esto? La primera, importantísima, que la sesión de investidura pudo celebrarse sin mayores contratiempos. Segunda: la sociedad catalana —y la imagen pública de España en el extranjero, no se confundan con eso— se ahorra un Puigdemont seguramente encarcelado en prisión preventiva a pesar de haberse entregado él mismo y con una ley de amnistía sometida a todo tipo de tensiones interpretativas. Tercero, y esta es la que a mí más me impresiona: si Puigdemont pedía una cuerda para saltar a la comba, se la dieron para que se ahorcara. En realidad, Puigdemont es un Houdini al revés: si el gran escapista se desataba de todo tipo de cadenas y cuerdas, Puigdemont ha salido atado a su miedo, a su falta de palabra y de seriedad, y en definitiva a su histórica inanidad. Sus devotos dirán lo que quieran. Más tarde o más temprano la realidad les enseñará la lección exacta de lo sucedido este histórico 8 de agosto. Si le ayudaron a huir —una mezcla prodigiosa de inteligencia, ingenuidad y traición—, la trampa era perfecta, y el hombre se metió en ella pésimamente aconsejado, o dominado por el miedo, que tampoco es buen consejero. El video de más de ocho minutos que desde ningún lugar Puigdemont colgó el sábado 10 de agosto demuestra hasta qué punto él mismo y su entorno ya deben de ser conscientes de la dimensión del error. Es un video muy melancólico para justificarse y apostar voluntariosamente por un futuro lleno de vaguedades.
Por último, lo interesante y desolador es la sorprendente comunión de intereses. En denostar a los mossos coinciden con el mismo ahínco Puigdemont, sus adeptos, los portavoces del Partido Popular, Vox y cuantos columnistas y comentaristas ansiaban ver a ese hombre por fin sentado ante Llarena, a poder ser esposado, y de paso a Illa compuesto y sin investidura. La jugada les salió mal. Y si Puigdemont quizá ya intuye que ha saltado al vacío de la irrelevancia política, los comulgantes antagonistas seguramente nunca sabrán que las posiciones justicieras no engrandecen a un país, que el deseo del cuanto peor mejor no es patriótico, y que su incapacidad para comprender que lo que importa es lo que empieza y así dejar atrás el procés sólo demuestra mala fe e impotencia política.
Ignoro qué acabará sucediendo con la ley de amnistía. Vuelva o no amnistiado por fin, o simplemente harto y anciano ante un juez Llarena harto ya y anciano también —Kafka habría podido escribir una hermosa parábola sobre ese encuentro muy tardío, muy crepuscular—, el gran trabajo que le espera a ese hombre es que algún día alguien pueda volver a tomárselo en serio en términos políticos e incluso civiles, por mucho que los comulgantes antagónicos lo echen de menos para su triste manera de entender la política. El video colgado from nowhere es una buena demostración de ello.
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