La influencia de los jueces en la democracia no hará más que crecer
La negativa a reconocer a los magistrados su papel nodal en nuestro sistema jurídico-político se debe esencialmente a la deficiente comprensión de nuestra Constitución
Todo son críticas para los jueces. En un sistema constitucional bien ordenado, parecería que están sobrepasando su papel ordinario, como garantes de los derechos de los ciudadanos y de la regularidad de la actuación de las instituciones, respetando su ámbito propio y observando los procedimientos establecidos. Se llega a hablar de judiciocracia, remedando aquella expresión de Lambert que hablaba del Gobierno de los jueces para denunciar, refiriéndose a Estados Unidos, su protagonismo excesivo. A veces son los mismos jueces los que, un tanto artificiosamente, parecen reclamar que se ponga el foco sobre ellos. Por ejemplo, en la sentencia sobre los ERE el Tribunal Constitucional emplea una especial dureza para referirse a la posición de los tribunales de instancia, sin deferencia alguna para ellos, en términos descalificadores, posición que la mayoría reitera para los votos discrepantes de su fallo. El Tribunal Supremo, en su resolución sobre la amnistía, acoge una acepción del enriquecimiento para excluir de la misma a los condenados en su día por su participación en el procés francamente rebuscada y contraria a los propios cánones de entendimiento gramatical común. A muchos también nos ha sorprendido el lenguaje desenvuelto del Tribunal Supremo al plantear la cuestión de inconstitucionalidad sobre la ley de amnistía, en la que adopta una calificación global del procés como golpe de Estado y se extiende en consideraciones políticas que la sentencia del Supremo en su día prudentemente eludió.
Digamos que estas expresiones que nosotros consideramos desafortunadas no rebajan la trascendencia de la necesidad de los jueces y tribunales en el ordenamiento constitucional español: el aseguramiento de los derechos de los ciudadanos de manera plena y el carácter complejo de la organización territorial estimulan una conflictividad que hace imprescindible la actuación jurisdiccional, como decíamos, en el nivel individual e institucional.
Sin lugar a dudas, la influencia de los jueces no hará más que crecer, como ya fue anticipado por Tocqueville. Ocurre, primero, que la democracia constitucional exige a las ramas políticas asumir un tipo de actuación que comparte en cierto modo el nivel de razonabilidad mínimo del principio de proporcionalidad, esencia de la actuación jurisdiccional; y, en segundo lugar, que en el futuro, si no se atacan los defectos de la partitocracia, la influencia judicial irá necesariamente en aumento. Es, en efecto, aguda la observación de Sumption: en la medida en que los políticos han perdido su prestigio, los jueces están prestos a ocupar su sitio. “Los jueces son generalmente inteligentes: gente reflexiva y coherente además de intelectualmente honestos. Contrariamente al cliché acostumbrado, saben mucho de la vida real. El mismo proceso judicial consiste en una combinación de razonamiento abstracto, observación social y valoración ética, que para mucha gente, racionaliza y moraliza el proceso de la toma pública de decisiones”. Naturalmente, no estoy ignorando que el principio de proporcionalidad rija en el mismo sentido en el ámbito jurisdiccional que en el político. En el nivel jurisdiccional, se trata de un criterio técnico: habrá de verse si la limitación de los derechos a que procede el juez ha respetado la justificación, estudiando su adecuación, necesidad y daño mínimo. En el nivel político, la aplicación del principio no elimina la discrecionalidad de la decisión, pero exige una ponderación de las alternativas que excluya la arbitrariedad, proscrita de nuestro sistema constitucional. La impregnación jurisdiccional es inevitable. El legislador ha de incorporar a la norma precisiones que pueden seguirse de la aplicación jurisdiccional del derecho, esto es, lecciones que se derivan del law in action. Como fundadamente sostiene la profesora Marian Ahumada, la democracia constitucional sin ser una judiciocracia, esto es, un gobierno de los jueces, si es una forma política obligada a tomar la opinión judicial en cuestiones fundamentales.
A mi juicio, la negativa a reconocer a los jueces su papel nodal en nuestro sistema jurídico-político, en el que incurren no pocos, se debe esencialmente a la deficiente comprensión de nuestra Constitución, a desconocer el significado en la misma del principio democrático y, asimismo, su ineludible condición normativa. En los sistemas políticos de nuestro tiempo, el principio democrático no equivale a la actuación omnímoda o irrestricta del legislador, pues no sería razonable haber sustituido al monarca absoluto por el legislador omnipotente. Los sistemas políticos, así el establecido en nuestra Ley Fundamental, son Estados de derecho en los que los poderes, empezando por el legislativo y comprendiendo, desde luego, a los gobiernos, se encuentran sujetos a la Constitución. La sujeción a derecho implica el entendimiento de la Constitución, en última instancia, según su interpretación por el Tribunal Constitucional. Así, el tribunal es un elemento imprescindible en el sistema político, una instancia de seguridad y reflexividad que completa con las administraciones independientes el diseño institucional de la democracia. En esta, sin duda, el principio democrático adopta un ropaje que va más allá de la representatividad. De este modo, los tribunales constitucionales tendrían una función depurativa, anulando el derecho anticonstitucional, actuando como legislador negativo, pero también, en positivo, una tarea integradora, al cuidar en su función interpretativa de los valores del sistema y procurar su renovación constante.
De otro lado, como comentábamos, el menosprecio de la función jurisdiccional tiene que ver con la erosión de la normatividad constitucional, pues los jueces son los garantes en último término del pleno reconocimiento en la comunidad de la supremacía constitucional. Los sistemas constitucionales solo se explican como órdenes positivos vinculantes y supremos o sin superior. Las constituciones no son un elemento más de los sistemas políticos, sujetos a un parámetro exterior (derecho natural o excelencia filosófica, o un modelo concreto reconocido como referencia que necesitase de la adhesión individual de cada ciudadano). La Constitución es una regulación completa, democrática, aunque solo fundamental, de la vida política de un pueblo. Pero se trata de una norma, como verdadero derecho que es, obligatoria e ineludible, mientras no se cambie. Su interpretación última, esto es, la determinación de su significado verdadero para los ciudadanos y poderes públicos, corresponde al Tribunal Constitucional. No deberíamos dejarnos engañar por el sentido de las críticas a la justicia constitucional, fuera de los casos en los que esta pueda haber olvidado las ventajas de la autocontención y la deferencia institucional, en sus vertientes internas, en su propio seno, y externas, respecto de los tribunales de instancia o las demás ramas del Estado. En efecto, lo que puede estar detrás de las pegas a la jurisdicción constitucional es la problematización de la propia idea de Constitución. Bien como sucede en Estados Unidos porque se cree que la Constitución es un texto superado, instrumento de la dominación de la generación que la hizo sobre la actual: un libro, como dice el constitucionalista Louis Michael Seidman en Constitutional disobedience, “viejo y arcaico, consistente en palabras secas, escritas por gente muerta”, o porque, como ocurre entre nosotros, en plena crisis del independentismo, se rechaza la unidad del pueblo que la sustenta con su soberanía.
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