Tomarse el federalismo en serio
La financiación autonómica merecería un diálogo a fondo y multilateral fuera del eje Barcelona-Madrid, básicamente porque esto va de la parte material de la Constitución
El federalismo tiene muchas variantes. Tan federal es Estados Unidos como Suiza o la India y, sin embargo, sus diseños son muy diferentes. Algunos países, como Alemania, nacieron federales. Otros, como Bélgica, llegaron a serlo. Australia delimita claramente las competencias de cada nivel, mientras en Austria cooperan entre sí. Algunos dan a todos los estados el mismo poder, como Brasil, mientras otros son asimétricos, como Quebec en Canadá. Sea como fuere, hay tantos modelos federales como equilibrios políticos que los sustentan.
El Estado de las autonomías, de textura federal aun sin su nombre, es un proyecto evolutivo. En este sentido nuestra Constitución no ofreció un punto de llegada, pero sí habilitó un proceso político para su desarrollo. El artículo 2 consagra un principio de descentralización dispositivo (opcional) entre nacionalidades y regiones y, por tanto, abierto y potencialmente asimétrico. Ahora bien, si entre el fundamento de la unidad de España y el reconocimiento del derecho de autonomía y solidaridad entre sus nacionalidades y regiones media la conjunción copulativa “y” es porque estas ideas son simétricas en importancia.
En perspectiva comparada, nuestro modelo tiene más elementos de descentralización que de gobierno compartido. Nuestras 17 comunidades autónomas poseen un importante control sobre el gasto y sobre competencias tan centrales como educación y sanidad, algo que les ha permitido privilegiar sistemas de gestión pública o privada en función del color de sus gobiernos. El mando en plaza de las Comunidades disminuye en lo concerniente a las decisiones del Estado en su conjunto. Esto quiere decir que su alto nivel competencial es superior al de muchas federaciones de nombre, pero contrasta con unas conferencias sectoriales, de presidentes o una cámara alta de escaso o nulo peso político. Aun así, para que un modelo federal funcione, no basta con que discutamos cuestiones institucionales o los límites de las leyes de bases estatales. Lo que realmente hace funcionar a las políticas públicas es el dinero.
Ningún modelo de federalismo fiscal es sostenible sin el principio de corresponsabilidad. Esto quiere decir que las administraciones son responsables de los gastos y los ingresos que realizan en el ejercicio de sus atribuciones de autogobierno. Este principio es clave para que pueda haber un buen funcionamiento democrático. Cada gobierno autonómico debe poder proveer los servicios al nivel que demandan sus ciudadanos, por eso es igual de importante que estos soporten una carga fiscal correspondiente. La política dentro de una federación también va de escoger entre “menús fiscales” en tu territorio. Si quieres más servicios públicos, tendrás más impuestos. Si tienes menos impuestos, tus servicios públicos se resentirán. Pero en esto España es peculiar por su doble modelo.
De un lado, hay una dimensión confederal que se aplica, de acuerdo con la Constitución, a Euskadi y Navarra. En este sistema las diputaciones forales recaudan y gastan para luego negociar cuánto pagan al Estado por los servicios prestados en el territorio (el famoso Cupo). Este sistema no tiene parangón en ningún modelo federal del mundo: es poco transparente, además de ser dependiente de los equilibrios políticos del momento, y de no contribuir a la solidaridad interterritorial. Aunque difícilmente compatible con el federalismo, ya sería bastante si se consiguiera poner esta asimetría bajo luz y taquígrafos.
Del otro lado, el modelo que aplica para el resto de los territorios es el de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA). Aquí quien recauda es el Estado y transfiere los ingresos a las comunidades mediante un complejo cálculo entre impuestos compartidos, cedidos y cuatro fondos especiales. Este sistema, caducado desde 2013, requiere reformas. Tanto el Comité de Expertos de 2017 como el Foro Económico de Galicia de 2024 dan pistas sobre puntos comunes inaplazables que podrían generar consensos. Entre los más urgentes estaría resolver la crítica situación de la Comunidad Valenciana, Murcia o Andalucía, ajustar la salida progresiva del Fondo de Liquidez Autonómico (FLA), reformar la gestión de los impuestos autonómicos para clarificar su competencia y mejorar cómo funciona un Fondo de Compensación Interterritorial que hace que en España las desigualdades entre autonomías se corrijan en menor medida que en otros países.
El preacuerdo entre el PSC y ERC sobre la financiación de Cataluña va en dirección contraria a todas estas medidas. Aunque se nos invita a esperar los detalles de las leyes, queremos pensar que en un contexto en el que a todos nos preocupa la posverdad, las palabras y acuerdos escritos todavía tienen algún valor. Está redactado en el pacto, por ejemplo, que el sistema hacia el que se quiere avanzar es un modelo en el que Cataluña recaude, gestione y liquide todos los tributos. A continuación, se propone una negociación con el Estado para que Cataluña pague por los servicios que aquel presta en su región, junto a una cuota de solidaridad que debería negociar cada año respetando el principio de ordinalidad. Se trataría, por tanto, de hacer extensible a Cataluña un diseño equivalente al País Vasco y Navarra, renunciando a la soberanía compartida sobre los tributos en ese territorio.
A la más que dudosa viabilidad económica de la propuesta, se le suma la política. Hay quien ha defendido que no importa qué nivel de gobierno recaude para decidir el grado de aportaciones que se hacen al conjunto del sistema. Se dice que no pasa nada porque habrá gobiernos de izquierdas en España y en Cataluña, como si estos fueran a ser eternos, o como si los líderes territoriales no tuvieran incentivos para invertir en sus votantes. A Illa le votan en Badalona, no en Mieres. Para asegurarse la reelección su prioridad es que funcionen bien los servicios públicos autonómicos y cada euro que no aporte al conjunto supone más para los propios. Pensar que esto no es un juego de suma cero entre territorios es tan ingenuo como pedir fe ciega en quienes negociarán el cupo anualmente. Aunque está por ver que este sistema tenga los números para ser aprobado en el Congreso, el hecho de que el PSOE haya aceptado esta propuesta a costa de erosionar su viabilidad electoral fuera de Cataluña es ya un posicionamiento político. Esto va más allá de una amnistía: es definir un modelo de país.
Girar el dilema a la pérfida Madrid es recurrir a la tinta del calamar. La discusión sobre la armonización fiscal (fijar unas bandas máximas o mínimas a la parte estatal de los tributos) o lo amplio o fino de ese “suelo federal de servicios” (prestaciones mínimas obligatorias de servicios) es crucial. Lo mismo que debatir si queremos recuperar impuestos a nivel estatal (patrimonio o sucesiones) o mejorar las inversiones fuera de la capital y, muy particularmente, su ejecución presupuestaria. Pero ¡ojo! Hay vida más allá de Cataluña y Madrid. Ninguna de estas cuestiones, que son mollares para la cohesión del Estado, tienen que ver con la propuesta de sacar a Cataluña del régimen común de financiación. El argumento de Ayuso y su dumping fiscal es legítimo, pero también tiene sus límites. Es más, ¿alguien piensa que la Comunidad de Madrid no pedirá también su propio concierto bilateral?
Un tema tan relevante como este merecería un diálogo serio y multilateral fuera del eje Barcelona-Madrid, básicamente porque esto va de la parte material de la Constitución, de su desarrollo, y afecta a la propia definición de nuestra comunidad política basada en el principio de solidaridad. Dado el grado de fungibilidad de nuestros debates no hay mucho espacio para el optimismo, pero merecería la pena recordar que, aunque a veces no lo parezca, ni España empieza y acaba en la M-30, ni el federalismo nace y muere en la Ronda de Dalt.
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