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Columna
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Partidos que patrimonializan el Estado

ERC y el PSC han cocinado el concierto catalán para satisfacer sus necesidades de poder sin mandato de la ciudadanía ni debate político

Pere Aragonès, delante de Salvador Illa en el Parlament.
Pere Aragonès, delante de Salvador Illa en el Parlament.Eric Renom/LaPresse (LaPresse)
Fernando Vallespín

Además de velar por la protección de nuestros derechos, la principal razón para desear vivir bajo un régimen democrático es que las principales decisiones políticas se adoptan con el beneplácito de los ciudadanos, que estas pueden entenderse como producto de su voluntad mayoritaria. Quizá sea la distorsión de un politólogo, pero cuando me enteré del pacto al que llegaron el PSC —el Gobierno, más bien— y ERC no pude evitar suscitar una pregunta: ¿quién les ha dado el mandato para poner patas arriba toda la organización territorial del Estado? ERC al menos declaró legitimarla recurriendo a sus bases, pero no me consta que en algún momento el PSOE haya hecho lo propio con su partido o, y esto es lo más grave, con sus electores potenciales. ¿Votaron ustedes al PSOE sabiendo que iba a conceder el concierto económico a Cataluña? ¿Ha habido algún debate público al respecto? Lo cierto es que tampoco ocurrió con la amnistía, pero lo del concierto se me antoja más grave porque su efecto puede dejarse sentir en nuestra vida cotidiana. Con los dineros no se juega, y hay que entender que no solo los electores, sino las otras comunidades autónomas deberían tener algo que decir al respecto. Pues no señor, esto lo han cocinado dos cúpulas de partido para satisfacer sus necesidades de poder, el más potente afrodisíaco, en palabras sabias de Kissinger. No hay que olvidar que los partidos ejercen el poder político a través de una especie de pacto fiduciario con los electores, están vinculados por sus principales promesas, no son los propietarios del Estado sino sus meros gestores, aquel nos pertenece a todos.

Se ha dicho que nuestras dos nacionalidades históricas en el fondo no quieren la independencia, lo que desean es que desaparezca España de su territorio. Es lo más racional, obtienen todas las ventajas de ser cuasi-independientes y ninguno de los inconvenientes, como evitar la fractura social interna o tener que pasar un estadio transitorio fuera de la UE. Y, desde luego, manteniendo su representación en las instancias de poder estatal; es decir, condicionando las decisiones de los demás en función de sus intereses específicos. Es algo parecido a reivindicar una selección nacional propia, pero, eso sí, que el Barça juegue en La Liga. Si bien no es mi modelo de convivencia soñado, bienvenido sea siempre y cuando se atenga a dos condiciones, las propias de un federalismo bien entendido: una sólida lealtad al centro y el principio de solidaridad interterritorial, que los derechos de los ciudadanos sean igual de efectivos en toda España. Lo primero no es el caso de los partidos independentistas, la lealtad a la Constitución, a diferencia de lo que ocurre en otros federalismos, se la pasan por el forro; y lo segundo, por lo visto con los otros conciertos, dependerá de las necesidades de gobernabilidad de los dos grandes partidos en Madrid. Además, eso de concierto económico “solidario” apesta a excusatio non petita. Cuando algo necesita ser adjetivado, malo. Ahora entraremos en la espiral de las racionalizaciones, siempre con una única idea fuerza: no importa lo que hagamos, el adversario siempre es peor.

Al hilo de estos acontecimientos recibí un wasap de un amigo de la infancia recién jubilado. Decía más o menos lo siguiente: “Nuestra generación tiene la sensación de haber sido estafada. Todas esas ilusiones, convicciones y entusiasmos: la democracia, la reconciliación nacional, Europa... Eso que nos parecía llamado a perdurar porque era racional y equilibrado, porque no hacía sangre, porque todos cabían, todo esto puede acabar en el vertedero de la historia”. Cada vez me siento más afligido por el mismo síndrome.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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