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Columna
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La tercera vía llega a Cataluña

En una fase avanzada del desmontaje de la respuesta penal del ‘procés’ es posible el inicio de una nueva etapa

El presidente del Generalitat en funciones, Pere Aragonès, pasa frente a Salvador Illa, líder del PSC, el 25 de julio.
El presidente del Generalitat en funciones, Pere Aragonès, pasa frente a Salvador Illa, líder del PSC, el 25 de julio.Alejandro García (EFE)
Jordi Amat

Hace años que el independentismo pierde apoyos de manera sostenida. Nada más revelador que lo ocurrido en las últimas elecciones autonómicas: no hay mayoría nacionalista en el Parlament, algo que no ocurría desde 1984. Tras ese 12 de mayo y después de las elecciones al Parlamento Europeo, una vez concluido un ciclo electoral completo, este retroceso no podía dejar de forzar cambios estratégicos —como subrayó la secretaria general de Esquerra Republicana en su intervención tras darse a conocer el resultado de la consulta a las bases—. Porque el comportamiento del votante ha acabado siendo más racional que el de los partidos a los que votó: si la tensión con el Estado se llevó a un límite naíf y el resultado de esa estrategia no fue negociación alguna sino la intervención de la Generalitat, ¿por qué seguir apostando por una vía fallida? En el período posterior a 2017, por lealtad a unos líderes que estaban sufriendo persecución, cárcel preventiva y condena por pilotar una revuelta de la que participaron la gran mayoría de esos votantes. Pero situados en una fase avanzada del desmontaje de la respuesta penal —indultos, reforma del código penal, amnistía— era posible el inicio de una nueva etapa.

Los sondeos del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales han sido un buen indicador para saber cómo espera la mayoría que sea esta nueva etapa. Hace una década las expectativas sobre una posible independencia eran más altas que nunca. Ante ese desafío, el PSOE, con el estadista Rubalcaba a la cabeza, estableció una discusión con un PSC en horas bajas y propuso una alternativa federal. Luego, la programática Declaración de Granada acumularía polvo en el cajón de algún despacho de Ferraz mientras los hechos se precipitaban en Cataluña. Pero allí una cosa era lo que se deseaba como fin del procés y otra distinta lo que se creía que ocurriría. Este divorcio entre la realidad y el deseo ya era significativo tras 2017, cuando los que soñaban que ese ciclo acabaría con la ruptura empezaron a ser cada vez menos. En los gráficos del ICPS nunca dejó de visualizarse que el final más plausible era un acuerdo con el Gobierno central. Para decirlo con una expresión que huele a naftalina, lo que se esperaba era transitar por una tercera vía: una cesión mutua en virtud de la cual el autogobierno catalán salía reforzado y así, por fin, nuestro estado compuesto se resetearía.

Hasta ahora no se habían dado las condiciones para que esa tercera vía pudiera concretarse. Porque la losa del pasado no dejaba avanzar. Porque se partía de la desconfianza personal y operaba el chantaje emocional. Por la cárcel y tantos juicios pendientes. Porque los bloques estaban petrificados e incluso llegó a ser tabú darse la mano entre políticos constitucionalistas e independentistas. Porque la aritmética parlamentaria, con la mayoría soberanista operando desde 2012 hasta hace tres meses, parecía obligar a la repetición de una fórmula de gobierno que la experiencia había demostrado que no funcionaba y, al mismo tiempo, aquel partido llamado Ciudadanos actuaba como un irritado Frankenstein que solo sabía bailar con el cadáver del procés. Pero esa realidad inmovilizadora ya no es la de hoy. La despolarización catalana se ha producido. La Generalitat presidida por Pere Aragonès intentó interpelar al conjunto de la sociedad y, a diferencia de Junts, no solo a una mitad cómplice porque hizo una lectura más compleja de la realidad de Cataluña. La voluntad de Salvador Illa de ser presidente negociando el sí de Esquerra implicaba la predisposición a transaccionar para explorar un nuevo espacio entre el statu quo y la secesión. Después de tanto tiempo perdido, sería una lástima malbaratar esta oportunidad.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.
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