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La rebelión de los esclavos

La lucha de los excluidos por la normalidad es la única movida esencialmente importante de esta época, el paradigma de la civilidad

La artista Aya Nakamura, en el centro, durante su actuación en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París, el pasado viernes.
La artista Aya Nakamura, en el centro, durante su actuación en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París, el pasado viernes.Pool (Getty Images)
Xavier Vidal-Folch

La rebelión de los esclavos contemporáneos toma velocidad. Nada la interrumpirá, nadie podrá domeñarla. Hay un hilo conductor implícito, pero evidente y rotundo para una mirada limpia, entre Lamine Yamal, Kamala Harris y Aya Nakamura. Concitan lo mejor.

Son ellos, los excluidos, los vulnerables, los que vinieron de fuera, los hijos de quienes no tenían derecho a nada, ni a un pasaporte ni a un documento de identidad, ni menos aún a una residencia o a una nacionalidad. Son ellos los que se incluyen por sí mismos, se fortifican, se erigen hacia lo más alto.

La esclavitud actual también va de trabajar sin límite, de carecer de libertades, de no poder moverse, como en tiempos de la cabaña del tío Tom. Va además de morirse en la patera buscando el paraíso, va de igualarse, va de ser insultado en los estadios, va de migrar hacia el inmenso universo del derecho, la nómina, la cohesión social. Esa lucha por la normalidad es la única movida esencialmente importante de esta época. Constituye el paradigma de la civilidad, engarza humanismo cristiano, social-democratismo, liberalismo drástico y radicalismo democrático, decencia.

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Apenas unos días después del abrumador espectáculo multicolor desplegado en la Eurocopa, llegan los Juegos de París. Y, como titula un conspicuo colega de La Vanguardia, Eusebio Val, el “orgullo de la Francia diversa”. Aya Nakamura, la cantante francesa originaria de Malí, que entusiasme o no, se ha encaramado en un decenio a la cabecera de las listas de éxitos, se ha convertido desde la ceremonia en emblema mundial de un republicanismo distinto.

En realidad, la catapulta la inquina fascista. Marine Le Pen, envidiosilla, criticó su aspecto, su “vulgaridad” y el hecho de que emplee un lenguaje de jerga “que no es francés”. O sea, ningún argumento. Solo el desprecio a lo que se ignora y el odio que embiste, como el de Adolf Hitler al atleta negro Jesse Owens, en los Juegos de Berlín de 1936: desapareció del palco, para no aplaudir sus éxitos.

La maravilla de este París, incluso para quienes nos costó digerir la prolija cadencia de su ceremonia inaugural, es esta: cuando se lidera democráticamente de verdad, cuando se practica el imperativo incluyente sin reparo, cuando se planta cara a quienes discriminan por razón de color, etnia, religión o ideas, fragua la mayoría. La humanidad insobornable y pletórica.

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