Democracia y comercio en un festival de música
Las empresas ya no se conforman con ocupar un espacio publicitario en el recinto, sino que buscan dar al usuario (antes conocido como público) una experiencia
Hace unas semanas se viralizó un TikTok en el que una chica nos explicaba todo lo que se podía hacer en el festival MadCool, aparte, claro, de ver conciertos. Había marcas que te ponían crema, otras que te maquillaban, otras que sorteaban un viaje a Punta Cana —han vuelto los dosmiles, es oficial—, un par te invitaban a darlo todo en sus chiringuitos… Las empresas, pues, no se conformaban con ocupar un espacio en el recinto con fines publicitarios, sino que habían buscado darle al usuario (antes conocido como público) una experiencia. Llevamos unos cuantos años con esto. A los que les quedan dos festivales antes de colgar las botas lo ven con una mezcla de ira y resignación; los que solo van a dejar de ir al gimnasio para acudir a otro festival si les sortean más viajes y le regalan más gorros con el logo de alguna marca de Inditex, esperan que el año que viene el espacio que ocupa ahora algún escenario sea un parque de foodtrucks y café de especialidad. Todos los que están a punto de irse tienden a quejarse de lo que dejan atrás, algo que trae sin cuidado a los que se quedan.
Tras ver el reel me acordé de una charla sobre el futuro de la industria musical a la que me invitaron hace unos seis o siete años en Bilbao. Me llaman poco para estas cosas. Lo hago de pena y, sobre todo, caigo rematadamente mal a público y organizadores. He debido acudir a cuatro asuntos de estos. Y jamás he repetido en ninguno. En fin, que al final de la mesa redonda durante la que traté de aportar contenido (lo de crearlo me ha pillado ya mayor), un miembro de la audiencia me dijo que, vale, que muy rico todo, pero que, desde su punto de vista, la música tenía un problema de viabilidad que debía solventar con urgencia si aspiraba a mantener la centralidad en el ocio juvenil, y ese era su incapacidad para generar experiencias. Lo despaché con la displicencia de aquel que estuvo siempre convencido de que aquello que se veía a lo lejos no era un iceberg, era la sombra de nuestra inmensidad.
En 1995, la revista Tennis mandó a David Foster Wallace al US Open. El escritor fue un apasionado de este deporte. En su crónica, Wallace se debate al principio entre narrar lo que está pasando en la pista central de Flushing Meadows entre Pete Sampras y Mark Philippoussis y acusar recibo del enorme festival corporativo que es el circuito de tenis profesional. Tras un momento en el que formula una brillantísima analogía entre el tenis de ambos jugadores (estadounidense de ascendencia griega, el primero, australiano de origen griego, el segundo) y la guerra del Peloponeso entre Atenas (Sampras) y Esparta (Philippoussis), el escritor sucumbe a la tentación de enumerar los patrocinadores del campeonato y los problemas de incompatibilidad que se adivinan en un futuro entre dos marcas de compresas que pugnan por entrar en el torneo. Narra con profusión el consumo de comida y bebida en las gradas, detallando desde los precios hasta la morfología de los perritos calientes. Termina recomendando lugares del recinto en los que dar cuenta de la comida sin agobios.
Amo la música por encima de todas las formas legales de entretenimiento, y cada vez que leo el cartel de un festival me entran ganas de ir. Luego, llega el día y me quedo en casa poniendo discos, comiendo pizza y cabreándome con TikTok. Amo el tenis por encima de todos los deportes. Este año acudí al Mutua Madrid Open. Recomiendo, sobre todo, el puesto de ostras. Toda una experiencia.
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