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Elogio de lo ultra

La dupla Trump/Vance rompe el relato del progreso para volver a la alegoría de la América profunda, aparentemente más sencilla y auténtica frente al voto urbano

Máriam 21 07 24
Del Hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

El joven senador de Ohio y compañero de ticket de Trump para las presidenciales, de nombre J.D. Vance, ha llegado para contarnos una historia más poderosa de lo que parece. Es una historia alimentada por la mitología del sueño americano y la reivindicación del arraigo, según Simone Weil la necesidad “más importante y menos reconocida del alma humana”, y que el trumpismo, con su olfato depredador, ha convertido en su rasgo esencial. Vance se centra en el viejo cinturón del óxido, los tres estados cruciales (Pensilvania, Michigan y Wisconsin) donde se jugarán las elecciones, volviendo a la cantinela de los trabajadores despreciados por las élites dominantes. Ofrece un mundo ideológicamente coherente que da sentido a nuestras superfluas vidas: cuando los ciudadanos nos convertimos en movimiento dejamos de preocuparnos tanto por nuestros problemas cotidianos ante la promesa de pertenecer a algo más grande. Y el cuento se ha completado con la épica mesiánica de Trump tras su intento de asesinato. “La sangre fluía por todas partes y, sin embargo, me sentí muy seguro porque tenía a Dios de mi lado”, dijo en una convención convertida en culto a la personalidad del líder.

Mientras Trump refuerza la épica desde arriba, Vance la trabaja desde abajo: “Crecí en Middletonwn, Ohio, un pequeño pueblo donde la gente decía lo que pensaba, construía con sus manos y amaba a su Dios, su familia, su comunidad y su país con todo su corazón”. La nación evocadora de una familia donde los conciudadanos somos hermanos, amparados bajo el cobijo paterno del líder protector es una fórmula mágica: promete seguridad dentro de la casa común, la patria amurallada. La dupla Trump/Vance rompe, así, el relato del progreso para volver a la alegoría de la América profunda, más sencilla y auténtica frente a los votos de resistencia de las urbes y las minorías, que dan cobijo a las élites woke. Conocemos la falacia, pero no por ello es menos poderosa. Coincide con esa oposición binaria, utilizada hasta la saciedad, entre los anywhere elitistas, cosmopolitas y urbanitas, llegados de todas partes, y los somewhere, anclados en algún lugar. Pero, ¿hasta qué punto nuestras descripciones de la realidad hacen el juego a la ultraderecha y fosilizan nuestras representaciones haciéndolas inevitables?

Criticamos la “política de la identidad” de la izquierda woke, pero pasamos por alto que es la ultraderecha quien libra realmente una guerra cultural, una basada en la explotación del identitarismo esencialista del pobre hombre blanco, trabajador y desempleado frente al establisment de Washington, a pesar de que durante el reinado de Biden, un hombre que sí habla a las minorías, se hayan creado 15,7 millones de puestos de trabajo. Captan valores democráticos para apropiárselos, vaciándolos de su carácter emancipador y universalista y dotándolos de un nuevo sentido reaccionario. De pronto, nos vemos utilizando el mismo lenguaje que los ultras para formular nuestra autocrítica, como hace el propio Macron hablando de combatir el “islamoizquierdismo” en la universidad, del peligro de los estudios culturales y del “virus” del wokismo. Supongo que se propone a sí mismo como vacuna. Ciertamente, todos necesitamos encontrar un lenguaje distinto que desmonte las falacias de las narrativas ultra, pero también volver a aprender algo que la reacción ha comprendido. Ellos saben a quién le están hablando, y su mensaje va directo a las nostalgias y emociones de su electorado, que podríamos ser todos. ¿Pero a quién habla la izquierda?

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