Ha sido usted cancelado: el movimiento ‘woke’ y su falta de relativismo moral
En esta nueva conciencia social, las ideas que no entran en la categoría de aceptables se consideran radicalmente inmorales
A principios de la década pasada, los jóvenes progresistas de Occidente, furiosos por las consecuencias de la Gran Recesión, se movilizaron para ocupar las calles, leyeron la teoría de las desigualdades económicas de Thomas Piketty con sus 1.000 páginas de extensión y se manifestaron contra el 1% formado por los más ricos. Todo eso ha caído en el olvido. Los jóvenes progresistas ahora son woke, es decir, tienen más conciencia social y están más indignados por las injusticias raciales y de género.
En las universidades, los profesores se han vuelto precavidos cuando abordan temas delicados, especialmente si la clase está transmitiéndose en Zoom. Y la nueva conciencia social no es solo cosa de jóvenes. Las películas más recientes de Hollywood tienen repartos con una diversidad cada vez mayor y los hombres quedan eclipsados por el protagonismo de unas mujeres perfectas. Los periódicos más tradicionales han empezado a hablar de “supremacismo blanco”. Nike e incluso la CIA emiten anuncios en los que hablan del patriarcado y la interseccionalidad.
La palabra woke (despierto, consciente) empezó a utilizarse en la lucha afroamericana contra el racismo, pero ha pasado a designar también la política progresista en materia de género y en particular sobre los derechos trans. Los horribles vídeos de los asesinatos de hombres negros desarmados a manos de policías que empezaron a circular por las redes sociales a mediados de la década de 2010 impulsaron de forma notable la teoría crítica de la raza, una corriente intelectual surgida en los departamentos universitarios de derecho y sociología. En los últimos años, la derecha también ha empezado a usar la palabra, pero con una connotación irónica y peyorativa; si alguien habla de wokism (en tono peyorativo) no hay ninguna duda de que se opone a la política racial y de género progresista.
En muchos aspectos, esta ola woke recuerda a la corrección política de los años noventa y su énfasis en controlar el lenguaje. Los activistas actuales tienden a indignarse ante cualquier expresión que les parece problemática y controvertida, ante unas palabras que, en el ambiente actual, no solo se consideran ligeramente polémicas, sino que tienen consecuencias. Al contrario de lo que ocurre en la mayoría de las corrientes de la izquierda intelectual, el movimiento woke no tiene nada de relativista; cuando una persona recibe el calificativo de problemática corre peligro de acabar “cancelada”, desaparecida. Esta nueva conciencia es un fenómeno maniqueo: las ideas o los comportamientos que no entran en la categoría de aceptables se consideran radicalmente inmorales.
Pero el movimiento woke también se ha convertido en una obsesión para la derecha, que disfruta indignándose porque se ha “cancelado” alguna cosa o a alguna persona. Estar en contra de lo woke permite hoy a los medios y los políticos conservadores unirse por una nueva causa, pero la revuelta que provoca cada caso de cancelación cultural distrae a la derecha y le impide hacer una reflexión política de fondo.
Otro aspecto llamativo del movimiento woke es cómo establece las prioridades entre distintos tipos de opresión. La nueva conciencia social incluye el feminismo, pero, de acuerdo con los principios “interseccionales”, las feministas deben ceder la primera línea a los derechos de los transexuales, como demostró la controversia en torno a J. K. Rowling (la escritora de Harry Potter protagonizó una polémica el año pasado al insinuar que para ser mujer se ha de menstruar). El meme de “Karen” —que retrata al estereotipo de una mujer blanca, burguesa y racista— indica que el feminismo también está por debajo del antirracismo. Otro ejemplo fue la resistencia de los medios alemanes a hablar de las agresiones sexuales ocurridas en las celebraciones de Nochevieja de 2016 por miedo a que los acusaran de estigmatizar a los presuntos culpables.
Es curioso que los activistas europeos hayan adoptado aspectos del movimiento woke que son específicos de Estados Unidos: por ejemplo, la denuncia de los actores con el rostro pintado de negro (blackface) o el asesinato de George Floyd se convirtieron en fenómenos internacionales. Pero la diferencia fundamental entre Europa y EE UU está en la legislación. Las leyes contra la discriminación son mucho más estrictas en Estados Unidos que en Europa. En EE UU, los departamentos de recursos humanos de las empresas ofrecen a los empleados cursillos de formación en materia de inclusión y diversidad desde los años setenta. El futuro del movimiento woke a los dos lados del Atlántico dependerá de la capacidad que tengan los activistas y sus adversarios de aprovechar la indignación moral actual para hacer cambios legales de peso.
François Bonnet es sociólogo del Centro de Investigaciones Científicas de Francia. Es autor de ‘The Upper Limit’, (University of California Press, 2019).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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