Las máquinas no saben leer
Las ciencias que estudian la inteligencia sugieren que existe un enorme abanico de capacidades cognitivas, pero muchas de ellas se excluyen entre sí
Yo pensaba que aprender a leer era un proceso incremental, hasta que un día mi ahijado se fue a la cama analfabeto y, al día siguiente, sabía leer. Me sobrevino el recuerdo del día que me ocurrió a mí misma, porque los niños que amamos son portales mágicos a la propia niñez. Dicen que empecé a leer con dos años y medio porque me sentaba en las rodillas de mi padre mientras leía el periódico y lo acosaba para que me cantara las sílabas: cómo se dice la pe con la erre. Cómo se dice la a con la b. El recuerdo que me trajo mi ahijado, sin embargo, fue del día que señalé un pegote de letras con el dedo en la guardería y del caos surgió una palabra: camión.
De alguna forma, aquella palabra camión fue la clave que desencriptó el resto de las palabras del libro, y de todos los demás. Quizá el momento más importante de mi vida, porque entonces ya no necesité tanto a mi padre. Ahora que empezamos a entender cómo el desarrollo de ciertas habilidades determina también la ausencia de otras, sé que mi precocidad lingüística me ha condenado a desprenderme de otras cosas. Resulta que ser realmente bueno en una cosa te hace peor en otras. Se llama hiperespecialización.
La inteligencia no es un proceso secuencial y acumulativo. No es como cargar programas en el ordenador. Las ciencias que la estudian sugieren que existe un enorme abanico de capacidades cognitivas, pero muchas de ellas son mutuamente excluyentes. Un poco como el típico juego de rol, donde hay 400 puntos para distribuir los atributos de cada personaje. Quien tiene 80 de fuerza y 80 de destreza, no puede tener 80 de inteligencia y carisma. Sería tan poderoso que no tendría sentido jugar con él.
En la vida real, las personas con altas capacidades lingüísticas no destacan por su razonamiento espacial. El ejemplo extremo son esos autistas con habilidades extraordinarias para la música o la matemática que, sin embargo, no se pueden comunicar. Dice David Eagleman que los cerebros son como ciudades, con barrios que se desarrollan mucho, centralizando valiosos recursos a costa de los demás. Me gusta porque las ciudades no son servidores en un centro de datos. Son mucho más.
La tecnología siempre ha dominado nuestro concepto de inteligencia, una metáfora invertida que nos maquiniza sin cesar. El cerebro era un sistema hidráulico hasta que, en el siglo XVII, se convirtió en un reloj. La electricidad nos transformó en sacos de órganos movidos por impulsos eléctricos, como la criatura de Frankenstein. Desde la computadora, almacenamos los recuerdos y procesamos las ideas. Ahora que los modelos generativos de IA han demostrado que la gramática puede ser un patrón estadístico de datos, ya hay quien dice que la mente ya no es más que un sistema de cálculo estadístico, descargable y replicable en un ordenador.
Todas esas metáforas son encarnaciones de la misma idea arcaica: que la inteligencia o la consciencia es “algo” que está el cerebro. El software del ordenador central. Que los humanos pensamos solos, con independencia de otros humanos, animales, plantas y rocas. Pero son nuestras debilidades las que nos obligan a cooperar con otros y nos dan profundidad. Sin ellas no hay posibilidad de juego. Si yo no me perdiera en todas partes, no tendría que dejar el libro y preguntar.
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