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tribuna
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Ley de amnistía: el Tribunal Supremo se resiste

Tardaremos en olvidar las tristes palabras del alto tribunal porque desafían la voluntad del legislador y pueden alterar la división de poderes

Amnistía: El Supremo se resiste / Jordi Nieva Fenoll
Enrique Flores

Hay desventuras que se leen en los libros de historia y que pocas veces el lector actual cree que vaya a ver en su tiempo. Los parlamentos tienen una larga historia de resistencias por parte de algunos reyes que, en su día, se negaban a cumplir sus leyes. También se resistieron a veces los jueces, que eludieron de un modo u otro aplicar las leyes que el parlamento aprobaba. El siglo XVII inglés es apasionante en este sentido, puesto que esas rebeldías provocaron, no solamente el escándalo de propios y extraños, sino la decapitación de un rey, la expulsión de otro, la prisión de varios diputados y hasta una guerra civil. De hecho, es en lo sucedido en este siglo en aquello que particularmente se fijó Montesquieu inicialmente, y Rousseau después, para decir aquello de que el juez es la boca que pronuncia las palabras de la ley, destacando así su misión siempre prudente y vigilante para no alterar, y sobre todo para no manipular, los mandatos del Parlamento. Rousseau fue todavía más contundente advirtiendo de los peligros de un poder judicial desbocado, puesto que incluso llegó a recomendar que el oficio de juez no fuera permanente, a fin de evitar el enseñoramiento de algunos togados en sus cargos. Después de todo ello, y pese a que esas ideas pusieron las bases de lo que hoy conocemos, no ya como división de poderes, sino directamente como independencia judicial, han existido diversos ataques a la voz de los parlamentos tanto desde los gobiernos como, nuevamente, desde el poder judicial. Y siempre han acabado mal, de una manera u otra, a corto, medio o largo plazo, pues de todo ha habido.

Lamentablemente, estamos desde hace algún tiempo en uno de esos momentos, particularmente evidenciado tras el último auto del Tribunal Supremo en el que se niega —con una sola voz discrepante— que el legislador quisiera amnistiar el delito de malversación. No es ya que afirmar algo así sea negar la evidencia por todos sobradamente conocida. Lo hacen, además, algunos de los magistrados que firmaron la sentencia de condena, lo que no deja en buen lugar su imagen de imparcialidad, que es lo importante para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por mucho que lo sucedido no se inscriba exactamente en ninguna de las causas de recusación de la Ley Orgánica del Poder Judicial española. Al final, se trata de magistrados que condenaron a los reos y que, con destacable vehemencia, se resistieron por activa y por pasiva a la mejora de su régimen penitenciario, asimismo a sus indultos, y que ahora quieren eludir la aplicación de una ley, nada menos, que también favorece a los reos.

Pero al margen de ello, el problema principal es que lo hacen con el parecer en contra de la fiscalía y hasta haciendo cierta chanza indirecta, bastante impropia en el discurso jurídico, del postulado de Montesquieu antes citado, para acabar afirmando que indagar la voluntad del legislador es “indispensable”. Y añaden los magistrados que “esa voluntad no puede imponerse, sin más, al desafío interpretativo, hasta el punto de que el juez no tenga nada que interpretar porque el legislador ya ha dicho bien claro lo que quiere”. Y remata el mismo párrafo diciendo, por si no había quedado claro, que “la función jurisdiccional no tiene como única y exclusiva referencia la voluntad del legislador”.

No resulta agorero decir que vamos a tardar mucho tiempo en olvidar estas tristes palabras, y tengo por seguro que tarde o temprano, como ha sucedido otras veces, el propio Tribunal Supremo las acabará desautorizando, directa o indirectamente. No es ningún “desafío” interpretar, sino que es la labor ordinaria del jurista. Pero jamás puede llegarse hasta el punto de que siendo clara la letra de la ley, siendo diáfana la voluntad precedente y coetánea del legislador, y gozando cualquier ley de presunción de constitucionalidad, un juez se crea con la misión de alterar esa voluntad acudiendo a instrumentos cuya legitimidad es francamente inexistente, y que ni siquiera se precisan realmente en el auto del Tribunal Supremo. Porque emprender una labor semejante sí es ciertamente un desafío: al legislador, que no por casualidad representa al pueblo a través del Parlamento. En esos términos se trata de una auténtica alteración de la división de poderes, con nutridos antecedentes históricos, insisto, siempre desgraciados. Y no es preciso remontarse a Blackstone, jurista esencial algo desconocido en España, por desgracia, para darse cuenta. Pero mucho menos cabe intentar desautorizar sus ideas aparentando que sean arcaicas. Este incomparable jurista, en el siglo XVIII afirmó que no hay ninguna otra autoridad más superior en la Tierra que el Parlamento. Así lo sentían aquellos primeros liberales ingleses que se libraron del absolutismo del Antiguo Régimen y deseaban que fuera la voz de la gente, y no la de unos pocos jueces, la que rigiera sus destinos en lo legislativo. Puede aminorarse la hipérbole, claro está, pero no es posible negar el sentido fundamental de lo que dijo Blackstone, porque está plenamente vigente, como de hecho lo demuestra el propio auto del Tribunal Supremo, por desgracia.

Si lo que acaba de afirmar el Tribunal Supremo lo hubiera dicho cualquier otro juez, se acumularían calificaciones de esa actuación que no quiero ni pronunciar, porque confío en que el alto Tribunal, de algún modo y en algún momento, rectifique lo que no es sino un indebido, desgraciado y manifiestamente erróneo proceder. No se puede decir ahora, de modo utilitarista, que la malversación buscaba el enriquecimiento de los reos si semejante cosa ni siquiera fue afirmada en la sentencia de condena. Y mucho menos si con ello es evidente que solo se intenta que el legislador diga lo que es obvio que no ha dicho. Es decir, que no se aplique a los reos la ley de amnistía, manteniéndose así las órdenes de detención respecto a ellos. Todo lo contrario: la ley de amnistía beneficia a aquellos que participaron en ese capítulo de nuestra historia, e igual que con otras leyes de amnistía de ese mismo devenir de España, se trata de cerrar con bien esos capítulos, y no dejarlos siempre abiertos de alguna manera no se sabe muy bien en pos de qué, que en todo caso, teniendo contenido político, debe quedar completamente fuera del alcance de los jueces, cuyo poder de decisión e influencia en esas lides es inexistente. Lo contrario se llama últimamente lawfare, aunque podría recibir denominaciones mucho más tradicionales que gustarían todavía menos.

La independencia judicial nació para que el rey no tergiversara los mandatos del Parlamento utilizando a los jueces, que entonces eran sus delegados. No se pensó entonces —sí muy poco después— que los jueces, ya independientes del monarca, podrían intentar imponer su voluntad a espaldas del legislador. Es obvio que los reos recurrirán en amparo ante el Tribunal Constitucional, y que este órgano, ante la manifiesta evidencia del redactado legal, aplicará los derechos a la tutela judicial efectiva, al juez imparcial, indirectamente a la presunción de inocencia y hasta el principio de legalidad penal. Y con ello, revocará este auto del Tribunal Supremo. Y si sorprendentemente no lo hiciera el Tribunal Constitucional, lo hará el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, porque es inaceptable que la interpretación judicial ultrapase los evidentes mandatos del legislador. Y eso es lo que acaba de acontecer. Solo pueden estar contentos con lo sucedido aquellos ciudadanos que, ingenuamente, lo aplauden por estar frontalmente en contra de la ley de amnistía. No saben que con esos aplausos, de entre los dedos de las manos se les está escapando la democracia. Es peligrosísimo crear este tipo de precedentes.

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