La democracia en la papeleta
No hay hipocresía alguna entre los fieles de Trump, su mensaje es claro: no nos importa hundir la democracia, sus instituciones y procedimientos, con tal de que gane “el nuestro”. El partidismo por encima del sistema
La expresión no es mía, es de Paul Krugman, que se plantea si esta puede ser “la última elección real” en Estados Unidos. Como es obvio, la duda obedece a la posibilidad de un triunfo de Trump, y eso que al articulista no le dio tiempo a incluir el fallo del jurado del tribunal de Nueva York. Desde el jueves pasado, la pregunta del millón de dólares ha pasado a ser cuál pueda ser el efecto de la sentencia cara al próximo 5 de noviembre. Hay respuestas para todos los gustos, pero yo me inclino por lo siguiente: movilización y prietas las filas entre las bases de Trump, dudas o deserciones entre quienes no estaban tan convencidos de votarle; pero, sobre todo, abandono de cualquier tipo de indecisión o escrúpulo entre los votantes potenciales de Biden. Como el resultado depende de un puñado de votos en determinados Estados decisivos, al final debería verse favorecido el actual presidente. Ahora este sí que debería contar con cualquier ciudadano demócrata. Y no me refiero al partido, sino a la forma de gobierno.
Observen que he utilizado un condicional, “debería”, no estoy seguro de que al final vaya a producirse dicha movilización a favor de Biden, pero me resisto a creer que los ciudadanos de la democracia más antigua del mundo vayan a ponerla en solfa no acudiendo a su rescate. La reacción del magnate al fallo del jurado ha sido, como suele ser habitual cuando algo no le favorece, que todo el sistema democrático de su país está “amañado” (rigged), y que él se siente como “un prisionero político”. Nada que no le hayamos oído con anterioridad, son sus soflamas de siempre, y del mismo modo que en su día puso en cuestión el resultado electoral, ahora lo hace con los procedimientos del poder judicial. Y, lo más grave, con amplio aplauso de sus fieles y un espectacular incremento de fondos para su campaña. Aquí, esto es en lo que quiero fijarme, no hay hipocresía alguna, el mensaje es claro: no nos importa hundir la democracia, sus instituciones y procedimientos, con tal de que gane “el nuestro”. El partidismo por encima del sistema.
Podrá decirse que esto es un efecto de la polarización o de la presencia de un personaje de la calaña de Trump; me temo, sin embargo, que el problema es más profundo y no exclusivo de Estados Unidos. Tiene que ver con la progresiva erosión de un intangible imprescindible para la política democrática, la cultura cívica. Esta presupone un exquisito seguimiento de las reglas, y no su cínica instrumentalización; la aceptación de la legitimidad del adversario y amplios niveles de tolerancia hacia quienes disienten de nuestras posiciones; atención a nuestros deberes cívicos y no solo a nuestros derechos; la predisposición a actuar siguiendo el interés general, no el estrictamente privado. Ahora, por el contrario, desfallece la alerta ciudadana, distraída en la persecución de lo propio cuando no atávicamente ligada a lealtades partidistas que se consideran por encima del fair play propio de la democracia cuando no de su mismo orden legal.
En suma, Trump como síntoma de algo más profundo; a saber, el eclipse de los presupuestos de ética pública sin los cuales no hay sistema democrático que funcione. Mucho se insiste en las reformas institucionales, pero estas sirven de poco si los ciudadanos no están dispuestos a defenderlas. Al final son el árbitro en última instancia del sistema. Lo fueron en Alemania en enero de 1933, cuando Hitler llegó al poder, y lo serán el próximo 5 de noviembre en Estados Unidos. Ahora muchos piensan que la fiera podrá ser domada. Entonces también lo creyeron.
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