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TRIBUNA
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Olvidar para conciliar el sueño

Vivimos inmersos en sociedades cansadas, insertos en dinámicas de autoexplotación y ansiedad, enredados en relatos de “fin de mundo”, miedo y odio

El escritor Paul Celan (1920-1970), fotografiado en 1962.
El escritor Paul Celan (1920-1970), fotografiado en 1962.ullstein bild Dtl. (Getty)

De él dijo el escritor David Foster Wallace que es una verdadera estrella de la literatura de no ficción, y es cierto. Cuando abrimos las páginas de uno de los libros de Lewis Hyde sentimos esa luz que acompaña el reconocimiento de un saber sanador, que el poeta y ensayista comparte con generosidad. Por ejemplo, sumergirse en su Breviario del olvido (Siruela) es penetrar en las costuras de la imaginación humana, un tejido hecho de recuerdos y de olvidos, y, por tanto, de maneras de experimentar el tiempo, de comprender la historia o de ejercer la política.

Según la etimología del inglés enraizada en el alto alemán antiguo, la palabra con la que se expresa “olvidar” significa abstenerse de agarrar algo, mientras que la que se emplea para “recordar” sugiere aferrarse a algo para retenerlo. Así, olvidar es abrir la mano del pensamiento para dejar caer, y recordar es cerrar la mano del pensamiento para agarrar o para captar ese algo.

De forma diferente, pero igualmente elocuente, en la antigua Grecia el olvido se comprendía como aquello que permanece borrado, oculto o cubierto, como las ruinas del Angelus Novus benjaminiano, mientras que la memoria y el recuerdo referían a aquello que se muestra o se descubre.

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En cualquier caso, tanto aquello que permanece oculto o desasido como lo que se muestra o se agarra tienen un estatuto de verdad. La cuestión de fondo es el delicado equilibrio entre olvido y memoria, pues tan valioso es desprenderse del pasado como preservarlo. Hacerlo bien, mal o a medias tiene repercusiones cruciales en la formación de la identidad de una persona, de una comunidad, de un grupo, de un pueblo, de una nación. Y a estas alturas de la historia, del mundo en su globalidad.

Escribe Hyde que, cuando no somos capaces de relegar al olvido verdades que son dolorosas, hechas de un sufrimiento que arrastra ira, las furias nos dominan. Estos espíritus de lo inolvidable provocan que nos aferremos al recuerdo del daño y del dolor, hinchando el presente con un pasado mal digerido. Son afrenta, crueldad, venganza.

Contra el poder de las furias puede levantarse el velo de la amnistía, que no tiene por qué ser un olvidarse de pensamiento, pues es importante que la verdad se muestre para poder dejarla atrás: curar el pasado requiere que se reconozcan las heridas. Sin embargo, la amnistía sí debe ser un olvidarse de la acción de venganza que provoca el recuerdo.

Si olvidar es abrir la mano, podremos comprender el poema de Paul Celan (”Tú / tú enseñas / tú enseñas a tus manos / tú enseñas a tus manos tú enseñas / tú enseñas a tus manos / a dormir”) como un dejar caer las furias, soltarlas, no agarrarse a ellas. Olvidar, no necesariamente para perdonar, pero sí para conciliar el sueño. Concordia y dormir van de la mano, de la misma manera que el sueño está emparejado con el olvido. Dormir cumple la imperiosa necesidad de descartar lo que no necesitamos y retener lo esencial, formatea una mente ágil, una buena salud mental. Según la ciencia, un buen sueño nos hace más saludables, previene el cáncer, el alzhéimer, las depresiones, reduce los efectos del envejecimiento y aumenta la longevidad.

Olvidar también favorece huir de las verdades trilladas, de los prejuicios, de las elecciones realizadas bajo el poder del hábito o de la inercia, de los conceptos definitivos. Nos predispone a abrirnos a nuevas posibilidades y a disfrutar de una memoria más sensorial, como la que ensalzó Marcel Proust, el escritor que más bellamente ahondó en la fuerza redentora del recuerdo involuntario y, a su manera, previno contra la pobreza de los sentidos. En El tiempo recobrado, describe el cerebro como una rica cuenca minera donde hay una extensión inmensa y variada de yacimientos. Cultivar los sentidos, predisponer la mente a la contemplación, proporciona variadas y enriquecedoras formas de ver la realidad. Y la realidad, ya se sabe, o al menos eso escribió el poeta, es sobre todo un estado mental.

Como las manos de Celan, también el mundo necesita dormir, pero parece que se le esté olvidando, por eso se atasca, colapsa, porque deja de soñar. Vivimos inmersos en sociedades cansadas, en sistemas que estimulan la mediocridad, o peor aún, insertos en dinámicas de autoexplotación y ecoansiedad, enredados en narraciones de “fin de mundo”, en plena agitación histórica, entre discursos del miedo y del odio que nos exigen ser hostiles antes que hospitalarios, incapaces de crear nuevas narrativas, otras formas de proyectarnos y de representación.

Solo una imaginación sana y creadora puede ahuyentar a las furias, ayudar a aguzar el criterio, a desconfiar de políticas que tratan de enterrar los recuerdos antes de que las heridas curen, o las que impelen al tribalismo, las que apartan del consuelo, del sueño y de la reconciliación. La imaginación puede ayudarnos a configurar otro modo de ser y de habitar el tiempo. Ahí están las artes y las humanidades, siempre propicias y predispuestas a acompañar al ser humano en su transformación.

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