_
_
_
_
columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cansancio de la democracia

Las elecciones europeas van a servir de termómetro para medir hasta qué punto las propuestas de la ultraderecha seducen a quienes lo están pasando peor

Protestas en Berlín en septiembre de 2019 por la llegada al Parlamento del partido xenófobo Alternativa por Alemania (AFD).
Protestas en Berlín en septiembre de 2019 por la llegada al Parlamento del partido xenófobo Alternativa por Alemania (AFD).CHRISTIAN MANG
José Andrés Rojo

Sería interesante poder conocer ahora hasta dónde llega el desaliento. Las elecciones al Parlamento Europeo están a la vuelta de la esquina, y las encuestas avisan de que crecerán los partidos de ultraderecha. Conocer cuán profundo es el desaliento (y la rabia y la desesperanza), y hasta qué punto hacen daño las heridas que desgarran a los más jóvenes por su falta de expectativas, o medir el tamaño de la desconfianza entre los votantes por las viejas instituciones y por los políticos o si sigue creciendo el miedo a un futuro cada vez más oscuro. Las cosas no están seguramente tan mal como lo estuvieron hacia 1917 en Rusia. En diciembre de ese año, poco tiempo después de la Revolución de Octubre, Lenin dijo: “Nosotros diremos al pueblo que sus intereses son superiores a los de las instituciones democráticas”. Y esos intereses eran entonces los de poder comer y los de vivir en paz, lejos de la guerra. Así que al diablo la democracia si los bolcheviques me prometen un poco de consuelo, me alejan de las trincheras, y me facilitan una sopa y unos cuantos mendrugos de pan.

Es evidente que nadie va a comprar en este momento un mensaje que reniegue de la democracia. Hay, sin embargo, algunas señales inquietantes. Como botón de muestra puede servir la encuesta que hizo el Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat hace unos meses. La cuestión que planteaba obligaba a tomar posición un poco más allá de la habitual celebración (incontestable) de la democracia. “Prefiero vivir en un país capaz de garantizar un nivel de vida adecuado, aunque no sea del todo democrático”, esa era una de las opciones sobre las que había que pronunciarse, y a casi un 40% de los que fueron preguntados les pareció que sí, que preferían perder libertades y derechos si vivían mejor. Los que estaban entre los 16 y los 24 años fueron los más entusiastas: un 57,2%. Entre los de 25 a 34, la apoyaron un 42%, y entre los de 35 a 49, un 41,8%. Los que superaban esas edades fueron más escépticos: entre los 50 a los 64, compartieron la premisa un 30,7%, y un 32%, los mayores de 65. Un 73,9% de los encuestados que se reconocieron próximos a Vox respondieron a favor.

Hoy no tienen recorrido proclamas como esa de Lenin que con un sopapo fulminaba a la democracia, pero sí funcionan algunas que resultan más sibilinas y que cuestionan sus fatigosos procedimientos, la separación de poderes, el respeto a las minorías, la libertad de expresión, el reconocimiento del otro. Son las que insisten en que la democracia no da de comer, que solo favorece a los poderosos, que facilita la corrupción de los políticos, que se desentiende de los más jóvenes, que abre las puertas a los enemigos de la civilización, etcétera. Si el desaliento es muy grande, igual esos mensajes terminan calando.

En La Europa negra (Barlin Libros), Mark Mazower escribió que, a mediados de los años treinta, “el liberalismo parecía cansado, la izquierda organizada había quedado aplastada, y las únicas pugnas acerca de la ideología y de la gobernación tenían lugar dentro de la derecha, entre autoritarios, conservadores tradicionales, tecnócratas y extremistas radicales”. No siempre sirve referirse a épocas remotas, pero la observación del historiador británico puede ser útil para reconocer que, entonces como ahora, en Europa los rostros de la derecha son diferentes. Y que seguramente no baste solo con enarbolar frente a sus planes el discurso del miedo; quizá sea más necesario desenmascararlos, y superar el cansancio para defender ideas, proyectos y argumentos.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_