España (no) va bien
Europa es un continente a doble velocidad donde los países más productivos orbitan cada vez más juntos mientras el resto tiende a descolgarse
La construcción y consolidación de una clase media española siempre dependió de la convergencia de nuestra economía con la europea. Y ese proceso, que en diversas regiones se convirtió en una realidad a lo largo de los últimos 15 años del siglo XX, se está interrumpiendo. Desde la entronización de la globalización, el país cada vez tiene una peor productividad en comparación con muchos de los socios del centro y el norte de la Unión. La paradoja es que existen argumentos macroeconómicos de peso para afirmar que España va bien: crece el PIB más de lo previsto y más que en otros países, las cifras de cotizantes están en máximos históricos y en términos generales hay menos desigualdad en la sociedad española. Pero, a la vez, el grueso de la ciudadanía vive con un bienestar decreciente. Dicho con otras palabras, si se compara con la clase media europea, la española se está depauperando, en especial los estratos más jóvenes. Y esta dinámica no será fácil de revertir: el factor que garantiza un crecimiento sostenido es la productividad, y reactivarla implicaría reformar el actual modelo de desarrollo, cuyo paradigma es el turismo de masas, que da pan para hoy y muchos sueldos bajos, pero cada vez más gente cree que este sector da hambre para mañana.
No es un diagnóstico nuevo, pero el estudio Evolución de la productividad en Europa: una mirada regional, de Oriol Aspachs y Erik Solé, lo acaba de confirmar. Una de las virtudes de este análisis es que no señala culpables, tampoco políticos, sino que describe una tendencia consolidada: aquí va a menos la eficiencia de los factores de producción para generar riqueza, y ese es un indicador básico que permite afirmar que, más allá de las apariencias, la economía española no va bien. Los dos economistas del servicio de estudios de CaixaBank obtienen los datos al cruzar las horas trabajadas en cada región del continente con su PIB correspondiente. Y aquello que se constata es que no somos tan productivos como fuimos —ni Cataluña ni la Comunidad de Madrid tampoco, los motores peninsulares clásicos—, y eso impacta inevitablemente en el bienestar del conjunto, porque determina tanto los ingresos de las familias como el volumen de horas trabajadas (en los países más productivos, en ese Norte tan frío y tan gris, se trabajan menos).
En las principales economías occidentales, el declive de la productividad se generalizó tras la crisis económica de 2008. No nos pasa nada que no ocurra en otros países, y lo que nos pasa es una de las corrientes de fondo de la globalización, con las consecuencias ideológicas que nos horrorizan. No han crecido como crecían el Reino Unido ni Estados Unidos. Pero aquí todavía crecemos menos, como están sufriendo ya nuestros vecinos. Tradicionalmente, Francia e Italia aportaban muchas de las regiones punteras al top de la productividad europea y ya no, mientras se consolida un corredor de la productividad que empieza por Dinamarca, pasa por Países Bajos y Bélgica y alcanza hasta Austria y Alemania. Esta realidad económica sí exige una lectura política. Porque de acuerdo que los mapas de la productividad que han trazado Aspachs y Solé son dinámicos, pero la imagen actual muestra un continente a doble velocidad donde los más productivos orbitan cada vez más juntos mientras el resto tiende a descolgarse (con la excepción, en nuestro caso, de un País Vasco que acertó en la reformulación de su política industrial). Los fondos europeos, diseñados en buena medida para España e Italia, no parece que vayan a lograr con eficiencia lo que pretendían. Lo que toca asumir es que, hoy por hoy, nuestra apuesta es seguir siendo el país del sol y la playa.
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