La espiral del odio
Vivimos una deriva que nos está rompiendo como país y como ciudadanos. Y ha llegado el momento de pensar en cómo pararla
La secuencia más brutal y comentada de la película Civil war, un filme que transcurre durante una guerra civil en Estados Unidos en un presente indeterminado, describe a dos militares —nadie sabe a qué bando pertenecen ni por quién luchan— que retienen a un grupo de periodistas, que han pillado a los soldados llenando una fosa común. Uno de ellos pronuncia una frase sobre la que muchos columnistas estadounidenses llevan especulando desde que se estrenó hace dos semanas: “¿Vosotros qué clase de americanos sois?”. El impacto de esta escena va mucho más allá del cine: se debe a que Estados Unidos sufre un momento de polarización tan radical que la mayoría de los espectadores la consideran perfectamente plausible.
No es una imagen de un futuro cercano, sino un reflejo, tal vez exagerado, tal vez no, de un presente en el que las cosas van cada vez peor. Vista desde aquí, resulta casi imposible no hacerse una pregunta: ¿llegaremos en España a una situación parecida? ¿Veremos a un tipo con el torso desnudo y cuernos en el Congreso? ¿Estamos ya en ella y todavía no somos conscientes de que hemos cruzado el Rubicón del odio sin darnos cuenta? Aquí también se pronunció en una manifestación masiva una frase similar: “españoles de bien”, lo que implica que los hay de mal.
España vive uno de los momentos más polarizados y envenenados de su historia reciente. Resulta difícil saber cuándo empezó: tras los atentados del 11 de marzo de 2004 y el descomunal bulo que siguió; con el proceso independentista en Cataluña; con la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al poder o con las elecciones del 23 de julio. Pero se han normalizado cosas que no deberían ser en absoluto normales: la negativa a reconocer la legitimidad de un Ejecutivo surgido de las urnas, insultos intolerables —ni siquiera nos extraña ya el “Me gusta la fruta” o que “Te vote Txapote”—, mentiras descabelladas y dañinas —un Gobierno “organiza” un atentado con una o varias organizaciones terroristas para “tomar el poder”; estamos actualmente en una “dictadura”, aunque, curiosamente, “Franco no fue un dictador”—. Vivimos en una sociedad cada vez más envenenada por el odio y lo que nos demuestra la historia reciente —la Segunda República, la República de Weimar, Estados Unidos bajo Trump— es que esto siempre acaba mal, no necesariamente en una guerra civil como la que describe el filme de Alex Garland, pero sí en una sociedad rota. Pero no todo el mundo tiene la misma responsabilidad.
Poner todo el peso de la situación en los medios de comunicación nos lleva a una pendiente peligrosa porque su principal función es criticar al poder. Es cierto que existen periodistas que son máquinas de bulos, infundios y odio y pseudomedios, subvencionados además por administraciones públicas, que publican cualquier cosa con tal de que sea falsa y venenosa. Pero también hay periodistas especializados en hacer entrevistas incómodas y preguntas con cargas de profundidad e investigaciones periodísticas que, tal vez, no lleguen a nada; pero que forman parte del juego democrático deseable.
La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense es uno de los pilares de la libertad de expresión en el mundo. El fallecido periodista jurídico Anthony Lewis explica en Freedom, un ensayo sobre la historia de este texto, que “el compromiso de Estados Unidos con la libertad de expresión es muy interesante porque emerge de una sociedad especialmente represiva”, la Inglaterra de la Reforma y la Europa que se movilizó contra los efectos de la Revolución Francesa. La Primera Enmienda se añade a la Constitución en 1791 y señala: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios”. Y esa libertad de expresión casi total puede generar momentos realmente incómodos —marchas de nazis por barrios con mayoría de población negra, racismo sin disimulo ni matices, ceremonias del Klu Klux Klan…—, pero también alguna de las cumbres del periodismo universal: los Papeles del Pentágono o el Watergate no hubiesen sido posibles sin la protección de la Primera Enmienda.
Uno de los casos más interesantes que llegaron al Supremo fue el de Jerry Falwell contra Larry Flint —que Milos Forman convirtió en una estupenda película—. El editor de la revista Hustler había insultado gravemente al telepredicador de extrema derecha en una sátira muy ofensiva —básicamente, le había dibujado acostándose con su madre en unos retretes públicos—. Cuando el caso llegó al Supremo en 1988, su sentencia fue sorprendente: le dieron la razón a Flint. “El debate sobre los asuntos públicos no será libre si quien participa en él corre el riesgo de ser conducido a un tribunal si se expresa con odio; incluso si se habla con odio, las manifestaciones o ideas en las que honestamente se cree contribuyen al libre intercambio de ideas y al esclarecimiento de la verdad”, reza una sentencia que acaba sosteniendo: “Concluimos pues que los personajes públicos y los cargos públicos no tienen derecho a ser indemnizados por los daños morales que deliberadamente les causen publicaciones como las que de aquí se trata”. La frontera que establece el Supremo está en la mentira, que no estaría protegida por la Primera Enmienda. Pero sí los ataques, por muy brutales y personales que fueran.
Es evidente que panfletos tóxicos y periodistas funestos y mentirosos, que desprenden una halitosis mental que flota sobre la sociedad, no ayudan a hacer el clima más respirable. Pero la responsabilidad no reside solamente en ellos. De hecho, la mayoría no los lee ni escucha casi nadie, su única relevancia está en la difusión que logran en las redes sociales y, sobre todo, en su influencia sobre algunos políticos. Porque ahí reside el auténtico problema: no aceptar las reglas de juego, utilizar la mentira como arma constante para descalificar al enemigo, negarse a aceptar los resultados electorales y retirarle a un Gobierno, y a la mayoría que lo apoya, la legitimidad que les han dado los ciudadanos es un tremendo error. No hace falta ir muy lejos en la historia para verlo: el deterioro que ha sufrido la democracia estadounidense es evidente, no tanto bajo la presidencia de Donald Trump, sino desde que se negó a aceptar que había perdido las elecciones.
Ellos —y no están en un único partido— son los principales responsables, por encima de los medios, de la “máquina de fango” de la que hablaba Pedro Sánchez en su carta a la ciudadanía, en la que anunciaba que se tomaba cinco días para reflexionar si seguía como presidente de Gobierno o presentaba su dimisión. Más allá de que sea una decisión acertada o un tremendo error, este último giro de guion en una carrera política llena de sorpresas debería hacernos reflexionar sobre el poder del odio y el tipo de sociedad en el que queremos vivir: una en la que haya desaparecido la verdad y cualquier insulto sea legítimo u otra en la que haya un acuerdo mínimo sobre lo tolerable y lo intolerable —incluso sobre lo que es real o no—. Porque el camino por el que nos están arrastrando nos puede llevar algún día a responder a la pregunta de qué clase de españoles somos. Vivimos una deriva que nos está rompiendo como país y como ciudadanos. Y ha llegado el momento de pensar en cómo pararla.
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