La Internacional Maternalista
Llevaba toda la vida sonriéndole a los niños ajenos, pero cuando nacieron los míos empecé también a sonreírle a otros padres y, sobre todo, a otras madres
Hace unas semanas, Manuel Jabois le dedicó una columna a su comportamiento social favorito: el momento en el que dos personas se despiden en la calle y uno de ellos mantiene durante unos segundos la sonrisa. Cuando la terminé de leer reparé en otro fenómeno, que yo misma estaba protagonizando: mirar el móvil sonriendo como una idiota.
En la lista de ideas de la que salen algunos de mis artículos apunté hace tiempo “la internacional maternalista”. Porque mi comportamiento social favorito no es esa resaca sonrisil en la que reparó Jabois, pero también tiene que ver con sonreír por la calle. Lo empecé a percibir embarazada, cuando noté que había desconocidos que me sonreían sin motivo. Normalmente, se quedaba ahí, pero en ocasiones, sobre todo si se trataba de ancianas, esa sonrisa era preámbulo de una conversación que a veces arrancaba con un “¿qué traes?”, una manera de formular la pregunta que me sorprendía porque, a diferencia del “¿es niño o niña?”, apela a la comunidad y no al individuo.
Cuando nacieron mis hijos, las sonrisas de desconocidos por la calle no pararon, sino que se multiplicaron. Empujar un carrito de bebé siendo joven es más poderoso a la hora de atraer miradas que un escote, quizá porque el principio de escasez opera en lo primero y la saturación en lo segundo. Nunca tanta gente ha girado tanto el cuello para mirarme como cuando paseaba a mis bebés recién nacidos. Los comentarios de las ancianas desconocidas tampoco pararon, a veces como introducción para contarme sus recuerdos y “que los críes con salud, hermosa” y “aprovecha que pasa muy rápido” y “yo tengo uno así, pero ya tiene 50”.
Los míos tienen uno y dos añitos y la gente les sigue sonriendo por la calle. Como ambos son rubios y uno tiene los ojos azules, después de sonreírle a su carrito hay quien alza la mirada, supongo que esperando una belleza nórdica. Puedo ver la decepción en sus ojos cuando me encuentran a mí, españolita del tamaño de un llavero, de pelo y ojos castaños.
Ojalá pudieran guardarse esas sonrisas callejeras. Para que cuando los niños dejen de serlo y vengan días oscuros, que vendrán, sepan que su existencia es de por sí valiosa. Que su sola presencia fue motivo de alegría, no solo para familiares y amigos, sino también para desconocidos por la calle. Cuando alguien le sonríe a un crío que no conoce, le sonríe a la vida misma. A la certeza de que, cuando no estemos, otros seguirán habitando el mundo. “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros/ cantando”, escribía el poeta.
A medida que mis hijos fueron creciendo, me di cuenta de que había quien le sonreía a los críos y quien me sonreía a mí. Reparé en que yo misma llevaba toda la vida sonriéndoles a los niños ajenos, pero cuando nacieron los míos empecé también a sonreírles a otros padres y, sobre todo, a otras madres. La sonrisa dirigida a las embarazadas se bifurca cuando nace el crío: la que se dirige al niño, en la que se celebra la alegría de vivir y que otros vivan, y la que se dirige a sus padres. En ella se le sonríe a la belleza de la maternidad, a sus sombras, que son muy pocas, y a sus luces, que acaban opacándolas. Es una sonrisa de agradecimiento y reconocimiento, casi un código secreto, la evidencia de que existe una Internacional Maternalista a la que pertenecen los padres y madres del mundo y que es la que lo mantiene vivo. En ella habita la esencia incomunicable de la paternidad, su sentido. La evidencia de que, por suerte, aún quedan lugares sagrados.
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