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Una vida sin propósito

Dotar de una finalidad a los seres vivos y a las demás personas es seguramente una forma útil de transitar por el mundo, pero eso no quiere decir que sea correcta

Vista de la Tierra tomada desde el 'Apolo 8' con la curva de la Luna en primer término.
Vista de la Tierra tomada desde el 'Apolo 8' con la curva de la Luna en primer término.
Javier Sampedro

En esos sondeos que exploran cuáles son las mayores preocupaciones de los ciudadanos nunca aparece la teleología. Es lógico, puesto que nadie ha oído hablar de eso, pero lo cierto es que la teleología constituye uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. Es justo la causa común del creacionismo, la conspiranoia y, por extensión, de gran parte de la irracionalidad que circula a chorros por las redes sociales, o antisociales. La teleología, del griego telos (fin), consiste en explicar las cosas por su finalidad, su propósito, su objetivo, en creer que nuestra vida está dotada de un proyecto, y que la vida en su conjunto también lo está, que todo lo que ocurre es parte de un plan superior que no entendemos, pero que predicamos como una verdad revelada.

Lo fácil sería echar la culpa de todo esto a Aristóteles, que distinguió entre causas eficientes —las que provocan algo— y causas finales —las que se dirigen a un objetivo—. Si tú caminas hacia una panadería, la causa eficiente es que estás moviendo las piernas, y la causa final es que quieres zamparte una barra de pan y media docena de madalenas. Los humanos siempre creemos estar haciendo las cosas para algo, guiados por un propósito, aun cuando sospechemos que en el fondo no es así. ¿Esa segunda cerveza tiene un propósito? ¿Lo tiene dar rienda suelta a tu ira, insultar a la gente por X, desoír un argumento por la sencilla razón de que no encaja con tus prejuicios? Oh vamos.

Tampoco la tomemos con Aristóteles, que bastante tuvo el hombre con el planchazo que se dio con su teoría gravitatoria, que tuvo que refutar Galileo 15 siglos después. Con el tema de la causa final, el pobre griego no hizo más que codificar uno de los mayores automatismos con los que nacemos lastrados. Todos llevamos la teleología grabada a fuego en nuestro cráneo. Dotar de propósito a los seres vivos y a las demás personas es seguramente una forma útil de transitar por el mundo, sobre todo cuando te acechan los leones, las serpientes, los amantes y el ejército enemigo. Pero eso no quiere decir en absoluto que la teleología, la causa final de Aristóteles, sea una idea correcta.

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El psicólogo Pascal Wagner-Egger y sus colegas de las universidades de Friburgo, Rennes y París examinaron empíricamente la cuestión hace unos años. Estudiando a más de 2.000 voluntarios, mostraron que el pensamiento teleológico —explicar las cosas por su propósito— no solo subyace al creacionismo, como cabía esperar tras dos milenios de teología cristiana, sino también a la conspiranoia, la tendencia a explicar los acontecimientos sociales, políticos, económicos e históricos mediante una conspiración secreta y perversa.

Las teorías conspirativas también tienen algo que ver con la religión, la adscripción política, la edad, la educación y la carencia de un pensamiento analítico, pero su correlación con la teleología es la más significativa y robusta. Wagner-Egger sostiene que la teleología es una forma primitiva de pensamiento, una que llevamos puesta en la cabeza “por defecto”. Atribuir cualquier cosa a que Dios la ha creado, y cualquier fenómeno social o político a una mano negra que rige nuestros destinos desde su lujoso escondrijo oscuro son dos manifestaciones del mismo estilo de pensamiento teleológico, el que pretende reducir un mundo complejo a una causa simple como un Creador, un banquero o un laboratorio farmacéutico. Para pensar esa ramplonería, más vale no pensar nada.

¿Tiene nuestra vida un propósito? Puesto que somos un producto de la evolución, y dado que la evolución no tiene ninguno, cabe dudarlo. Hay quien pretende alcanzar la inmortalidad a través de su obra, pero como dijo Woody Allen: “Yo no quiero ser inmortal a través de mi obra, sino a través de no morirme”. Malos tiempos para Aristóteles.

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