Hablemos de las dedicatorias de los premios
Seguro que hay una forma de que podamos agradecer las cosas solo a una persona sin miedo a quedar mal con el resto del mundo
Cada vez que abro un libro y lo veo lleno de dedicatorias (a mi padre, a mi hermano, a mi esposa y mi marido, a mi abuela Paquita donde quiera que esté: te amo, abuela), lo cierro escandalizado y enciendo el televisor: es obvio que si se lo dedica a tanta gente es porque cree que jamás le publicarán otro; esa persona, agradeciéndole a todo el mundo su primera obra, nos ha dicho a su manera que también es la última. Nadie se arriesga: hay que arriesgarse. “Este Oscar se lo dedico a mi padre”. “¿Y a tu madre, y a tu hijo?”. “He dicho este Oscar en concreto”. Hablemos de las dedicatorias de los premios (de los premios de cine, sí), ese momento turbador en que el premiado agarra el micrófono y repasa a toda la gente que conoció desde parvularios: por qué. Hay que pensar en una persona, una sola, sin que eso signifique que al pronunciar su nombre entierres en la ignominia a todas las demás: hay que confiar, también, en la inteligencia de las personas. Hace años, cuando el arzobispo de Santiago Rouco Varela nos confirmó a los muy cristianos adolescentes de la parroquia de San José de Campolongo y mi madre me compró un polo Lacoste de dos colores (granate y azul marino, parecía un defensa del Barcelona), pasé varias noches dándole vueltas a quién podría ser mi padrino de confirmación, ese que me acompañaría al altar y posaría su mano en mi hombro. Finalmente, elegí a Manoel Coruxo Ferro. ¿Por qué, si ni siquiera era mi amigo? Porque era mi vecino y tenía un Amstrad 464 pantalla verde y un montón de juegos. A las cosas no hay que darles más vueltas. Si yo me presenté ante Dios con mi vecino y un joystick, seguro que hay una forma de que podamos dedicar las cosas solo a una persona sin miedo a quedar mal con el resto del mundo, drama perfecto de nuestro tiempo. “¡Qué pensarán de mí!”. “¡Como si alguien pensase en ti!”.
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