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Tribuna
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La paradoja presidencial de Estados Unidos

Joe Biden o Donald Trump, no hay más. Ambos candidatos son pésimos, lo que ocurre es que Trump es lo más terrible que le puede pasar a un país

Joe Biden y Donald Trump.
Joe Biden y Donald Trump.Reuters
Marina Perezagua

Siempre me han interesado las paradojas. No suelo asociarlas a la política porque en este ámbito las paradojas no son tales sino que suelen ir de la mano de ciertos intereses. A mí me interesan las paradojas de nacimiento, las que se gestan a sí mismas, por ejemplo, la tan conocida del gato de Schrödinger en mecánica cuántica: ese gato que está vivo y muerto a la vez, en tanto que nadie abra la caja para comprobarlo.

¿Y cuál es la paradoja respecto a las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos? Primero, los candidatos más probables:

Joe Biden, de 81 años, a quien ya vimos balbucear en las últimas elecciones, insiste en ser el único aspirante demócrata. Esta terquedad va en detrimento de su propio partido y del país. Gran parte de los electores demócratas opinan que no está preparado para la presidencia.

Donald Trump, cuatro años menor pero, según la clásica definición de Hipócrates, con un temperamento colérico de bilis amarilla (matizo: naranja) y, por tanto, más enérgico, podría fácilmente poner a Biden a bailar en la cuerda floja. Y, por el contrario, podría ponerle la victoria muy fácil a un oponente que no sea él. Su propio partido lo sabe, y apoya a Nikki Haley. Pero el voto popular, los sondeos, revelan que el republicano preferido es Trump. Esto también podría actuar en detrimento del Partido Republicano en el muy improbable caso de que Biden cediera su puesto.

Esta es la paradoja: los demócratas han decidido no optar por un candidato más fuerte que Biden. Pero al mismo tiempo, Biden tiene más posibilidades de ganar las elecciones contra Trump que contra cualquier otro. En cualquier caso, a estas alturas, es muy improbable que ninguno de los dos partidos pueda contar con otros nombres. Estamos estancados: Biden o Trump.

Creo que a muchos demócratas nos queda claro que la candidatura de Biden carece de una justificación convincente. Entre otras circunstancias, su deterioro mental le incapacita para presentar una narrativa que se ajuste a los problemas reales de los estadounidenses de clase media-baja, incluyendo a aquellos que le votaron en las anteriores elecciones. En el año 2022, se produjo el mayor incremento en el precio de artículos de primera necesidad desde los años ochenta. La inflación llegó a una media anual del 8%. Pero la realidad es que cualquier persona con un sueldo lo suficientemente apretado como para tener que comprobar el ticket de la compra sabe que el carrito que contiene los mismos artículos que hace pocos meses ahora cuesta el doble, si no más.

En el centro de este dilema hay voces que, dentro de cada partido, se oponen a la presidencia de uno u otro líder, y se alzan en contra de un sistema electoral viciado. Pongamos como ejemplo la experiencia de demócratas como Dean Phillips. Phillips, al elegir postularse para la presidencia en lugar de buscar la reelección en Minnesota, se queja de las bases estructurales que percibe como antidemocráticas. Sus preocupaciones se centran en los efectos de la corrosiva lealtad en el proceso electoral, que conduce a tomar decisiones impulsadas más por consideraciones partidistas que por una auténtica voluntad de atender las necesidades y preocupaciones de los electores. Al enfrentarse al posible fin de su carrera política por el hecho de aspirar a la presidencia en un sistema con estructuras de poder estáticas, denuncia las maniobras que desalientan a tomar decisiones independientes por el bien del interés público. La consecuencia es un panorama político marcado por la polarización que obstaculiza la colaboración efectiva en cuestiones críticas.

El temor a represalias por desafiar el statu quo agrava aún más la limitada diversidad de ideas dentro de la esfera política. La reticencia a abrazar políticas innovadoras o no convencionales limita la capacidad del país para adaptarse a desafíos profundos y urgentes. En consecuencia, el sistema llega a sofocar los valores democráticos de la iniciativa individual y limita la capacidad de los cargos electos para reflejar auténticamente la diversidad de sus electores.

Biden o Trump. Ambos candidatos son pésimos, lo que ocurre es que Trump es lo más terrible que le puede pasar a un país. Sin embargo, no seamos ingenuas, en Estados Unidos no puede haber un presidente realmente demócrata (o lo que quiera que en nuestra fantasía imaginemos como ideales conectados al socialismo democrático norteamericano). Este hecho abre grietas en el partido. Uno de los últimos ejemplos: el apoyo de Biden a Israel. Las masas que salimos a celebrar su primera victoria ahora bajamos la cabeza porque la alternativa es peor. Estados Unidos nunca se ha regido por ideales de justicia social, salvo en casos excepcionales, como el loable plan sanitario de Obamacare, un logro histórico, aunque todavía débil.

Biden o Trump. No hay más. Hasta que no sepamos el resultado oficial de las elecciones no sabremos si estaremos un poco vivos o un poco muertos. Esa es la paradoja presidencial de Estados Unidos.

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