La culpa la tiene la conspiración verde
La extrema derecha está bien organizada en esa Internacional del Odio que puede tener su gran año en 2024 y el movimiento ecologista está en su punto de mira
Todo el mundo sabe lo que es el greenwashing. De un tiempo a esta parte nos hemos acostumbrado a ver al mundo empresarial anunciar a los cuatro vientos sus triunfos medioambientales, la revolución sostenible que supondrá su próximo producto. Estas afirmaciones, claro, casi siempre son exageraciones, distorsiones o simple y llanamente mentira. A la mayoría esto nos resulta un poco molesto, vagamente insultante, otra nota más en el ruido blanco de la publicidad contemporánea. Para unos pocos, sin embargo, es la prueba de una horrible conspiración a la vista de todos, esa paradoja, en la que los poderes terrenales trabajan para someternos a una inminente dictadura ecologista. Quizás esto no sea más que otra iteración de aquello que Richard Hofstadter llamó, allá por 1964, el estilo paranoico en la política. Lo que definiría al paranoico es su convicción de que el conflicto social no debe mediarse, de que no caben las concesiones, de que a pesar de las apariencias lo que estamos presenciando es una batalla entre el bien y el mal absolutos. No está en juego la aprobación de una simple ley, la alternancia política, sino “el nacimiento y la muerte de mundos enteros, órdenes políticos enteros, sistemas completos de valores”. El enemigo es absolutamente malvado, imposible de apaciguar, y por lo tanto solo cabe su destrucción.
Hoy en día a todos nos resulta familiar esta forma de describir la confrontación política. La derecha, en cada vez más países, la ha normalizado. Hofstadter nos recuerda en sus ejemplos de paranoia la caza maccarthista de comunistas, los pánicos antimasones y anticatólicos del siglo XIX estadounidense, retrocede hasta el milenarismo medieval, para finalmente conjeturar que quizás esto sea una característica persistente de la psique de una modesta minoría de la población. Hoy, a su lista, podríamos añadir la lucha contra la Agenda 2030, QAnon, o el Plan Kalergi. Incluso la actividad terrorista de ETA es ya para la derecha española otro aspecto de una vasta conspiración, más que un fenómeno histórico específico, lo que explica que su argumentario sea impermeable al hecho de que ETA, de hecho, ya no existe. Los ejemplos son tantos que quizás lo excepcional sean aquellos paréntesis históricos en los que esta forma de hacer es marginal, y que intentamos con ingenuidad hacer pasar como normales.
Volvamos al greenwashing. El lavado verde busca asociarse con la buena imagen que a día de hoy tiene la preocupación por el medioambiente para una mayoría social. Esto, a pesar de algunas suspicacias en la izquierda, es el producto de un triunfo cultural, de años de esfuerzos por parte del movimiento ecologista. Es, por usar los términos de Gramsci, un fragmento de buen sentido dentro del sentido común general, tan complejo y contradictorio. Es precisamente esta pequeña conquista del sentido común lo que anima a una reacción inversa, tendencialmente “paranoica”, que algunos han empezado a llamar greenblaming. Éste es un neologismo reciente, que describe el gesto de culpar de una serie interminable de problemas estructurales de nuestra sociedad a las regulaciones medioambientales que tímidamente se han ido abriendo camino en los últimos años. En vez de tratar la crisis ecológica como lo que es, otro momento de eso que Adam Tooze llama policrisis (crisis climática, económica, geopolítica, institucional…), su objetivo es concentrar todos los males en el elemento que disfruta de mayor respaldo, y así neutralizarlo o incluso invertirlo en el sentido común.
Las denuncias conspirativas solo son realmente efectivas cuando contienen algún elemento de verdad, por muy distorsionado que esté. Tomemos como ejemplo las protestas agrarias que han recorrido varios países europeos en estos primeros meses de 2024. En ellas se mezclan reivindicaciones legítimas, otras cuestionables, y otras que solo pueden clasificarse como greenblaming paranoico. Los elementos razonables son de obligada defensa, deberían ser de consenso: hay que garantizar los precios justos en todos los eslabones de la cadena alimentaria; hay que evitar el dumping, y trabajar porque los tratados comerciales contemplen las condiciones de producción para evitar la competencia desleal; hay que revisar la Política Agrícola Común para que sus ayudas lleguen con facilidad a quien más lo necesita, en vez de ser una subvención para terratenientes. Hay otras cuestiones que deberían formar parte del debate, como las condiciones de trabajo más precarias en el sector, muchas veces con mayorías feminizadas y migrantes, o la invisibilidad de los grandes grupos empresariales, como el agroquímico, de cuyos intereses surgen buena parte de los problemas.
Y sin embargo estas reivindicaciones no suelen ser las más visibles, las que concentran más eficazmente la indignación o frustración. Echemos un vistazo al manifiesto del Movimiento 6 de febrero, un grupo descrito como “esporádico” y en apariencia responsable de iniciar las protestas del sector en España ante la lentitud de las asociaciones agrarias tradicionales. De sus 18 reivindicaciones, al menos 12 están relacionadas con la legislación medioambiental. Piden: derogar el Pacto Verde Europeo; la ley de cambio climático y transición energética; la ley de protección de los derechos y bienestar animal; los reales decretos de regulación de explotaciones agrícolas y ganaderas, por la sostenibilidad de los productos fitosanitarios, y por la sostenibilidad de los suelos agrarios; la eliminación del lobo como especie protegida; las limitaciones de cultivo en zonas protegidas, etcétera. Una versión inicial que circuló en los primeros días de las protestas también incluía la denuncia de la Agenda 2030, los chemtrails o la destrucción “intencionada” de embalses.
Es posible que esta versión más paranoica del greenblaming haya tocado techo por el momento. No les ha ayudado el que sus líderes desearan en público la muerte de la policía o que los grupos de coordinación de las protestas estuvieran saturados con mensajes conspiranoicos. Sin embargo la presencia del greenblaming ya es una característica permanente de nuestra política. Es, con matices, la línea oficial del Partido Popular Europeo, que ha trabajado sin descanso por diluir o derogar directivas europeas medioambientales. Es, por supuesto, bandera de la extrema derecha, bien organizada en esa Internacional del Odio que puede tener su gran año en 2024. Es, en fin, otra línea de ataque contra el buen sentido, con amplios recursos a su disposición, que busca una salida en falso de la crisis en la que la mayoría paguemos la continuidad de un modelo ruinoso que en última instancia no podrá garantizar ni la rentabilidad y dignidad del sector agrario ni la alimentación y la seguridad de nuestra sociedad.
Es tentador pensar que podemos salir de esta época de crisis solapadas encadenando con astucia un número suficiente de retoques y concesiones improvisadas. Que la combinación ideal de simplificaciones burocráticas e inyecciones monetarias de emergencia terminará por apaciguar los ánimos. Ésta es una lectura errónea del momento histórico que nos ha tocado vivir. El greenblaming, como otras explosiones de política paranoica, es un síntoma de cierto deseo de solucionar nuestros problemas, reales o imaginados, derogando derechos y reimponiendo jerarquías que creíamos superadas. Toda la fuerza de la ciencia, de la razón, no puede hacer nada contra ese deseo, una vez que echa raíces en las almas. “La victoria de la razón solo puede ser la victoria de los que razonan”, decía Brecht, y por lo tanto debemos trabajar por construir con metódica impaciencia un deseo alternativo, más fuerte, que pueda desbancar a estas tendencias reaccionarias. La conquista del sentido común es el preludio de toda victoria política duradera, así que a día de hoy no hay nada más importante que defender y ampliar, defender ampliando, ese resquicio de buen sentido ecologista que todavía resiste en nuestro asediado sentido común.
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