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Columna
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Luis Landero, cronista brillante

Hay un punto de afabilidad en este hombre que hace profundamente grata su literatura

El escritor Luis Landero, fotografiado en el Café Comercial (Madrid).
El escritor Luis Landero, fotografiado en el Café Comercial (Madrid).Carlos Rosillo

Suele decirse que en las sociedades sin alicientes épicos prevalece la literatura intimista, el relato de sucesos cotidianos desvinculados de acontecimientos históricos relevantes y la novela negra, siempre dispuesta a llenar un hueco en el tedium vitae por aquello de las rupturas violentas de la rutina. Es fácilmente constatable que España, como tantas otras parcelas nacionales del planeta, no está implicada hoy día en grandes campañas de descubrimiento ni en empresas colectivas de primera magnitud. Por suerte, para compensar, no la afectan (toco madera) desastres bélicos, miseria colectiva, pestes negras ni, en fin, calamidades de urgente interpelación a escritores, cineastas y demás.

Pero, como dijo alguien, donde hay gente, hay novela, y ahora mismo sigue activo entre nosotros un excelente cronista de la vida gris, autor de narraciones protagonizadas por personajes comunes y algo pardillos, que, en un momento dado de la trama, se atreven a concebir un sueño, una ilusión, un proyecto. Llevar este a buen término colocaría su nombre con letras de oro en los anales de la historia. Es marca de la casa que, por último, tras una serie de idas y venidas, regresen al punto inicial con su pequeño y no por ello menos amargo fracaso bajo el brazo. Este cronista que cumple con altura literaria la tarea “de explorar el corazón humano” (según sentencia de Miguel Delibes) se llama Luis Landero y acaba de publicar La última función. Prosista de fina relojería verbal, Landero escribe con una mano para sus lectores, que no son pocos, y con la otra para el padre fallecido, pero todavía vigilante, que lo exhortaba a aplicarse al estudio y a trabajar para ser algo en la vida. Hay un punto de afabilidad en este hombre que hace profundamente grata su literatura. Lo mismo ocurre con su presencia para quienes tenemos el gusto, por no decir el privilegio, de conocerlo en persona.

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