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Columna
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Crónica sentimental de España

Hay demasiada gente deseando permanecer en el pasado, y quizá por eso la izquierda haya renunciado a un verdadero discurso de progreso

Ilustración Máriam Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

¡Qué tiempos aquellos cuando los eslóganes subversivos pertenecían a las izquierdas! En nuestro actual estado de renuncia e indignación, hemos decidido que todo lo que huele a gamberrismo, contracultura o transgresión es pura banalidad, imperialismo yanqui o dar la espalda a los discursos ilustrados. ¡Ay, si Diderot levantara la cabeza! O el propio Sade, otro gran ilustrado al que hoy algunas meterían de nuevo en la cárcel. Hay demasiada gente deseando permanecer en el pasado, y quizá por eso la izquierda haya renunciado a un verdadero discurso de progreso. De ahí el cansino y reaccionario mantra que nos estamos comiendo a diario sobre los agricultores.

Si hacemos caso a algunos tertulianos, ellos y solo ellos representan eso que llamamos “campo”, una especie de ente idealizado que proyectaría los valores auténticos de nuestra civilización perdida. Frente al pérfido individualismo de la urbe, en el campo todo es unidad, fusión, simetría dentro de la calma y eterna totalidad. Allí, entre los olmos, no hay industria ni servicios innecesarios: todo es espacio amplio, libre de la contaminación, de la degradación moral de la ciudad. ¡Volvamos a Rousseau! Aquí, en la ciudad, por lo visto el capitalismo burocratizado ha destruido la comunidad de amistad, de acuerdos escupiendo en la mano, integridad social e identidad sólida del bendito campo, nuestro comunitarismo abandonado por espurios ideales políticos. En la ciudad todo habita en una burbuja apacible donde no hay centro ni periferia. Todas leemos a Virginie Despentes ―pues al campo aún no ha llegado y hay que impedirlo― para inspirar letras de canciones que llevaremos a Eurovisión. En nuestro asalto a la Europa hortera, la canción Zorra culminará la degradación moral que persiguen las élites cosmopolitas. ¡Zorra, nada menos! Y el wokismo (¡Abajo el wokismo!) también laminará nuestra civilización si nadie lo impide. Nos lo advierte Putin, ¿por qué no le escuchamos? Menos mal que han venido estos agricultores, nos dicen desde Orense, a recordarnos el valor de la gente sencilla. Lo dijo Trump: “Me encanta la gente con pocos estudios”. Ta-chán.

Afortunadamente, tenemos a esa otra élite que ahora se viste de punki para que no se les note, la que en nombre de la libertad de expresión impondrá su ortodoxia, la autenticidad de Occidente, y nos recolonizará por nuestro bien. Y entenderemos que el liberalismo no nació de la crueldad de las guerras de religión y nada tiene que ver con esas tonterías de la autocontención y la responsabilidad individual. Sabremos al fin, iluminados por la Verdad, que criticar al Gobierno de Israel es siempre antisemita, y que en nombre de la libertad de expresión, mejor te callas. Desaparecerán los cansinos expertos, los opinadores advenedizos que desperdigan por Occidente su nociva ideología poscolonial y neomarxista (¡Ha dicho marxista!). Desaparecerá la estafa climática porque abundarán al fin en pueblos y ciudades las corridas de toros que tan bien hablan de nuestra esencia patria, y mataremos dos pájaros de un tiro: los toros traerán de nuevo las lluvias. Esa mirada benéfica cambiará el mundo, con intelectuales orgánicos que canalizarán la ira sin ninguna pretensión de superioridad moral, la antítesis de nuestras malignas élites liberales y seculares. Y por fin podremos pronunciar dichosos la hermosa profecía de Manuel Vázquez Montalbán: “Éramos todos subnormales”.

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