Canciones con mensaje
El peligro de que sea la obra de arte la que juzga a quien mira y no al contrario es que el público se acaba sometiendo a lo que dicta su grupo y no arriesga una opinión sino que repite consignas
Me encanta que las galletas lleven mensaje. Tras el crunch delicioso de la masa crujiente, se esconde el papelillo con una de esas frases luminosas: “Si comes algo y nadie te ve comerlo, no tiene calorías”, “No te tomes la vida demasiado en serio. No saldrás de ella con vida”. “No renuncies a tus sueños. Sigue durmiendo”. Son profecías universales, que tienen la magia de servir a cualquiera. Entre los buenos augurios y el glutamato es imposible salir de un restaurante chino sin disfrutar de una felicidad fugaz. Pero cuidado, si lo de las galletas es fantasía que acaba coincidiendo con la realidad, el inevitable mensaje que te cuelan ahora en cualquier expresión cultural y que de inmediato provoca debates encendidos se está volviendo insufrible. Ya lo decía Billy Wilder: “Cuando quiero enviar un mensaje, utilizo el servicio de correos”. Bien sabía el genio de la comedia humana que la obviedad de los mensajes en una película puede abaratarla y que la más honesta pretensión de quien cuenta una historia debería ser que el espectador reconozca en ella una verdad que le perturbe y le conmueva. Sabemos que no estaba en la cabeza de Wilder plantear reivindicaciones como el abuso de poder, la subordinación de las chicas, el rijosismo, la humillación, la inocencia vulnerada, las ilusiones rotas. Y, sin embargo, en toda su obra estas penalidades marcan a fuego la existencia de sus personajes.
Ocurrió siempre que había expresiones artísticas tan supuestamente elevadas que juzgaban al público antes de que este se atreviera a disentir. Si algo no te gustaba, ay, es porque no tenías altura intelectual. Lo extraordinario es que ahora este fenómeno inquisitorial se ha contagiado a la cultura popular, que debería ser el terreno para sentirse libre a la hora de decidir si te comes o no la galleta que te ofrecen. Pamela Paul, columnista de The New York Times, analizaba hace poco este fenómeno que cunde aquí y allá en sociedades polarizadas: si no te gusta, por ejemplo, Barbie, se te acusará de no tener sentido del humor, de desdeñar el poder del patriarcado o de despreciar el feminismo moderno, o aún peor, de ser antifeminista o demasiado feminista o de no ser como deberías y sanseacabó.
El peligro de que sea la obra de arte la que juzga a quien mira y no al contrario es que el público se acaba sometiendo a lo que dicta su grupo y no arriesga una opinión sino que repite consignas. Se supone que una va al cine, lee un libro o escucha una canción no para engullir el mensaje trillado sino para poner en suspenso alguna convicción. La maravilla de Perfect days de Wim Wenders es que usted y yo, espectadores, no salimos pensando lo mismo del cine, no somos testigos de un mensaje unánime: a usted le puede parecer que es un canto a la vida humilde y rutinaria, mientras que a mí me perturba la idea de que un pasado oscuro puede llevar a un ser atormentado a aferrarse a las rutinas como tabla de salvación. Las dos lecturas sirven, se complementan, y es muy posible que prevalezcan la una sobre la otra según sea el historial íntimo de cada espectador, que por naturaleza entiende la ficción como un espejo. Se trata de algo complejo, no es un mecanismo de identificación sino una manera de reflexionar sobre uno mismo. Pero está claro que vivimos tiempos de unanimidades en los que resulta más cómodo adherirnos sin sentido crítico a las causas en las que creemos. Sufre, por supuesto, quien no traga con un discurso simplón. Que una canción irrelevante que se presenta a un festival pueda desatar adhesión, ira, rechazo o incondicionalidad es preocupante. Que se manifieste sobre ella incluso el presidente del Gobierno es insólito. ¿De verdad no lo vemos?
Pensaba en esto la otra noche, en el concierto de Coque Malla, con un Circo Price abarrotado y entre un público que no coreaba consignas sino que aplaudía entregado por un profundo amor a la música.
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