Una derecha sin complejos y con desparpajo
Fue Berlusconi el que facilitó un sistema bipolar, en el que se baten dos bloques que integran fuerzas muy distintas y donde encontraron acomodo las derechas radicales: su fuerza es una amenaza ante las elecciones europeas
Este año habrá elecciones en Europa y existen inquietantes señales de que las fuerzas de derecha extrema obtendrán buenos resultados. Las costuras del mundo, tal como este llevaba funcionando desde hacía tiempo, se están deshilachando, y la descomposición de los viejos modelos amenaza también con llegar a Bruselas. En junio del año pasado murió Silvio Berlusconi, ese empresario que entró como un torbellino en la política italiana y que triunfó con una manera de proceder que nada tenía que ver con el estilo que hasta entonces marcaba las pautas en el espacio público de su país, de Europa, acaso del mundo entero. Era divertido y cínico, hablaba con desparpajo de ganar dinero y animaba a los italianos a actuar sin complejos, despreciaba a los políticos, prefería la comunicación (o la propaganda) a la gestión de los problemas concretos, y le encantaban el fútbol, la televisión, las velinas y, sobre todo, el poder. Mostró la misma desenvoltura que luego mostraría Trump a la hora de saltarse las hasta entonces buenas maneras y, desde muy pronto, no tuvo el menor empacho en abrir los brazos a las posiciones neofascistas que defendía Gianfranco Fini, a quien defendió en una entrevista en 1993, y en la que subrayó que el verdadero peligro era el comunismo.
Resultó convincente, tanto que pocos meses después ganó las elecciones siendo un recién llegado, y repitió después otras dos veces para gobernar entre 2001 y 2006 y entre 2008 y 2011. Luciano Cafagna, un importante historiador de la economía y político, dijo hacia 2009 que, tras el paso de Berlusconi, “subsistiría ciertamente en el cuerpo electoral una tendencia de derecha”. Tenía razón, ahora gobierna en Italia Giorgia Meloni, una mujer que empezó con los herederos del fascismo.
De la observación de Cafagna se acuerda el profesor Loreto di Nucci en La democracia distributiva (Prensas de la Universidad de Zaragoza), un ensayo sobre el sistema político de la Italia republicana. Explica que lo que consiguió Berlusconi para hacerse con el poder fue agrupar bajo un mismo paraguas a “tres derechas que eran muy distintas entre sí”: la posfascista de la Alianza Nacional de Fini —nacional, estatalista, antiliberal—, la de la Liga Norte —que se fortaleció sobre una ideología territorial, que era antinacional, medio anarcoide en lo económico, proteccionista en lo agrario— y la suya, que en lo económico fluctuaba entre dejar hacer y representar “los miles de intereses sectoriales de la sociedad italiana”, y que mostraba con descaro “una indiferencia general por todo valor ético-político”.
Forzó las cosas para ganar y terminó cambiándolas. Los jueces habían mostrado en el proceso Manos Limpias la corrupción de los políticos, y estos perdieron todo crédito. Así que la antigua competencia de los partidos fue sustituida por un sistema bipolar, en el que en cada lado se amontonaban un montón de propuestas que poco tenían en común: la coalición del Olivo de Prodi, que compitió con Berlusconi, llegó a juntar numerosas fuerzas políticas de procedencias y objetivos muy diversos. O unos u otros, sin puentes entre un polo y otro, casi líneas paralelas en las que lo que cuenta es masacrar al rival y en la que todo vale. Si las elecciones europeas se libraran en junio bajo esa lógica, y ganara el espectro donde se han situado las derechas radicales, el panorama será desolador.
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