Hay un tabú en la Constitución
No sé qué le va a pasar al sintagma “persona con discapacidad” dentro de 45 años, pero lo que el presente nos muestra es que esta expresión se construye sobre una concepción no paternalista y no clínica de la discapacidad
Desde mi cómoda vida en una ciudad con supermercados, me parece bien que las comadrejas vivan en su hábitat y se desarrollen con normalidad. Pero esta no debió de ser la idea que nuestros antepasados albergaban sobre estos animales. Ellos las odiaban y temían. Atávicas supersticiones se construían en torno a las comadrejas. Los rusos pensaban que matar una comadreja daría lugar a que acudieran todas las de su entorno a escarmentar al asesino, así que si se cruzaban con una, la trataban cariñosamente. Los griegos aconsejaban que si en un día de fiesta, al salir por el campo, uno se cruzaba con una comadreja, debía quedarse quieto hasta que pasase otra persona...
Razones había para alimentar esta concepción negativa del animal: las comadrejas se comían las aves de corral. Son, además, animales muy voraces, que tienen la llamativa costumbre de beber la sangre de sus presas. Todo eso debió de ir sumando aversiones hacia este pequeño carnívoro, que terminó generando a nuestros antepasados tanto rechazo que estos no querían ni decir su nombre. Por eso, la palabra latina para comadreja, mustela, tiene pocos herederos en las lenguas hijas del latín, que empezaron a llamar al animalillo a través de rodeos o apelativos amables que evitaban su alusión directa y que trataban incluso de halagarlo, nombrándolo como si fuera una persona. La mustela empezó a ser denominada, por ejemplo, comadre y comadreja en castellano; en leonés y gallego las palabras que se usaron derivaban, entre otras, del latín domina (equivalente a señora): donocilla, donicela. Por razones similares, a los zorros se los denominaba a veces Juan (en Aragón) o Pedro (en Galicia) y a las zorras se las llamaba en Andalucía incluso con nombre y apellido: María García.
Dentro de una concepción mágica de la lengua, los hablantes evitan una realidad incómoda eludiendo su mención expresa. Pero la historia de la lengua nos enseña que hay muchas palabras que, aspirando a nombrar lo prohibido a través de un rodeo, terminan siendo tabúes y dando lugar a un reemplazo léxico. En sus siempre juiciosas columnas sobre lengua en este periódico, Álex Grijelmo dio hace unas semanas ejemplos contundentes al respecto. Añado uno más que afecta a la cuestión de la discapacidad que él abordaba: el adjetivo cretino, que deriva de cristiano. En zonas francohablantes de Suiza, la forma de llamar lastimosamente a quienes padecían una enfermedad era cristiano. El término “cretino” fue usado como voz técnica en la bibliografía del siglo XIX, pero el eufemismo que nació por compasión y que llegó a la ciencia se contaminó de desdén y hoy es un insulto.
Hace ya tiempo defendí en este mismo medio la reforma del artículo 49 de nuestra Constitución para que se sustituyera la palabra “disminuido” por “personas con discapacidad”. El sintagma “persona con discapacidad” es un término descriptivo (no lo es persona con “capacidades especiales” o “diversas”) y la discapacidad lleva años siendo nombrada así (Ley de Dependencia de 2006; Ley General de Discapacidad de 2013; convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad).
El argumento que a veces se esgrime de que “personas con discapacidad” es una expresión políticamente correcta y que en unos años puede volverse expresión denigrante se levanta sobre una idea que no tiene ya vigencia: la de que hay una interdicción lingüística subyacente en torno a la discapacidad. En las vísperas de que esta reforma constitucional se apruebe, apoyada al menos por los dos partidos mayoritarios, quiero reivindicar que no se trate al futuro de la lengua como argumento en contra de esta modificación. Las lenguas no tienen futuro que se pueda acreditar ni aducir. La lengua no es nada fuera de su medio cultural, la lengua no existe fuera del hablante ni de la sociedad. Los únicos procesos lingüísticos que se documentan son los presentes y pasados.
Claro que no sé qué le va a pasar al sintagma “persona con discapacidad” dentro de 45 años, pero lo que el presente nos muestra es que esta expresión se construye sobre una concepción no paternalista y no clínica de la discapacidad. No es un eufemismo, no es un rodeo que evita el tabú. No necesitamos disimulos para la discapacidad, tampoco sorteamos decir comadreja ni consideramos tabú a la palabra “izquierdo”, que para nuestros antepasados fue la forma de evitar decir el nombre latino para la mano distinta de la derecha: sinister (siniestro). Como ya no nos dedicamos a perseguir la zurdera, la palabra izquierda no se ha vuelto a contaminar. La cadena de palabras que reemplazan al tabú se detiene cuando deja de alimentarse el pensamiento mágico sobre una realidad.
Lo que ha ocurrido en el siglo XXI con el tratamiento lingüístico de la discapacidad es un cambio de paradigma radical, aunque desarrollado paulatinamente. La discapacidad ha dejado de ser un tabú lingüístico. Que la Constitución lo recoja es un apreciable logro simbólico y social: no se trata solo de un cambio lingüístico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.