Lengua capacitada
No es una barbaridad cambiar el ‘disminuidos’ de la Constitución por ‘personas con discapacidad’
Fue hace un par de meses en una comida de trabajo: abrumado porque habíamos concurrido más comensales de los concertados, el camarero resopló tratando de cuadrar el desajuste y preguntó: “A ver, ¿cuántos menús tenemos: ocho personas y dos veganos o diez personas y dos veganos?”. Fue la anécdota lingüística de la comida y los dos veganos del grupo tuvieron que escuchar alguna broma. Es lógico que en el ámbito de una comida alguien se identifique como vegano, mientras que no lo sería que el grupo hubiera sido separado internamente según la condición de rubios, miopes o béticos de sus componentes. Con la distancia debida, tal es el razonamiento que hacen las personas con discapacidad cuando piden que no hablemos de discapacitados de forma general, que no digamos que una persona concreta es un discapacitado o una persona discapacitada sino que optemos por decir persona con discapacidad o que tiene una discapacidad. Lo que define a una persona con discapacidad, dicen los colectivos implicados, no ha de ser de forma exclusiva su discapacidad: tal es solo una parte de su identidad, en algunos casos la más visible, posiblemente la que implica un reto mayor para la sociedad, pero no la única. Igual que hablamos de personas con cáncer o con VIH (que serán, simultáneamente a ello, tipos simpáticos, desagradables, tacaños o veganos) deberíamos hablar, por ejemplo, de personas con autismo, pero no de autistas.
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La tradición filosófica codificó esta diferencia: entre las disquisiciones escolásticas que ocuparon a nuestros antepasados medievales estaba la cuestión de cuál es la esencia de la naturaleza humana y cuál es la parte accidental que la cubre; lo esencial se tenía por la sustancia y sustanciales eran sus aspectos identificativos. En la tradición gramatical se llama sustantivos a los nombres (persona es uno de ellos), y al sustantivo se le colocan todos los accidentes o adjetivos que se quiera. Cierto es que en la lengua ser y tener son conceptos próximos: los latinos expresaban la pertenencia con el verbo ser en el dativo posesivo (est mihi pomum, literalmente “la manzana existe para mí”, significaba “tengo una manzana”) y basta contrastar lenguas para advertir que son nociones trasvasables; en español, la edad se tiene pero en inglés uno es los años (“tengo 20 años” frente a “I am twenty”).
La sutileza que diferencia tener y ser lingüísticamente es en lo que se refiere a la discapacidad más significativa de lo que aparenta y no me parece un nuevo episodio de mojigatería lingüística. La corrección política es una pesadez porque pretende disfrazar lingüísticamente aquello que no quieren que veamos, pero aquí estamos hablando de la corrección lingüística, que atiende a dar con inteligencia el nombre exacto a las cosas. Ese nombre exacto ha tardado en lograrse, bien es cierto, y ni siquiera hoy es unánime: junto con el sintagma persona con discapacidad circulan otras formas, algunas de ellas aceptadas dentro de los colectivos, que resultan poco claras a oídos de las personas sin discapacidad; tal es el caso de diversidad funcional o de la etiqueta capacidades diferentes.
El sintagma persona con discapacidad está refrendado por nuestra tradición jurídica; la Ley de Dependencia de 2006 lo incluyó y señaló la necesidad de evitar el término minusválido; hay una Ley General de Discapacidad de 2013 donde no aparece ni una sola vez la palabra discapacitado.
El reciente informe de la Real Academia Española se centra en contestar a la cuestión planteada por la vicepresidenta: la posibilidad de cambiar la forma lingüística de la Constitución Española para dar cabida al lenguaje inclusivo. En sus más de 150 páginas, tal informe es una respuesta sensata a la cuestión del sexismo, que no condena que alguien quiera desdoblar, pero tampoco impone al texto legal un empleo que de momento no está extendido en el uso común y prestigiado que la RAE describe. El informe atiende también a algo por lo que el Gobierno no preguntó de forma explícita, pero que despierta una sensibilidad unánime: en el artículo 49 de nuestra Carta Magna se habla de la “integración de los disminuidos”, que la RAE propone reemplazar por los discapacitados.
A diferencia de los desdobles del lenguaje inclusivo, que tan difíciles resultan para la lengua cotidiana, hablar de personas con discapacidad o que tienen una discapacidad frente a discapacitados no es una cuestión de morfología (o sea, interna a la palabra, como sí lo es andaluces y andaluzas) sino de léxico. En general, los cambios lingüísticos se difunden rápidamente si se trata de palabras, mientras que las innovaciones morfológicas son más difíciles de generalizar. Seguramente no hay particular impedimento para que en el lenguaje común y periodístico adoptemos el sintagma persona con discapacidad y no es una barbaridad pedir que, llegado el momento, se cambie ese disminuidos de la Constitución por personas con discapacidad, por coherencia con lo que circula en otros textos legales.
Esto no es seguramente ni lo primero ni lo más urgente en la agenda de reivindicaciones que demandan los colectivos de personas con discapacidad, pero sí es lo único que, como filóloga, puedo hacer desde esta tribuna que, en sustancia, quiere ser un espacio desde el que acercar la lengua a la sociedad.
Lola Pons Rodríguez es catedrática de Historia de la Lengua en la Universidad de Sevilla.
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