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tribuna
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La indignación frente al miedo

Estaría bien dejar de hacer aspavientos sobre la baja calidad del actual debate político y exigir a nuestros representantes que, frente a los insultos, aprendan a escuchar y a respetar a sus adversarios

José María Fraguas
Los diputados de Vox abandonan el Congreso durante el debate sobre el uso de las lenguas que tengan carácter oficial en alguna comunidad autónoma, el 21 de septiembre de 2023.Samuel Sanchez
Zira Box

Fijarse en los términos que se han utilizado para caracterizar a los últimos meses de nuestra política resulta poco edificante. Crispación, polarización, máxima tensión o directamente ruptura han servido, entre otros, para dar cuenta del modo en el que algunos de los más destacados representantes de los diferentes partidos se han relacionado entre sí en el turbulento 2023. Difíciles de olvidar a este respecto son la larguísima resaca dejada por la investidura de Pedro Sánchez o las movilizaciones contra de la amnistía. Difíciles de olvidar, también, los insultos, los improperios y las grandilocuencias que han aludido con demasiada frecuencia a golpes de Estado, a dictaduras y que han declarado sistemáticamente ilegítimos mecanismos de nuestra democracia representativa. La Nochevieja frente a Ferraz, apoyada por grupos vinculados a Vox, es una gota más en un vaso bastante lleno.

Se ha escrito mucho, y con razón, del peligro que entraña situar el debate político en el altísimo voltaje que supone abandonar la complejidad para posicionarse en la simplicidad del blanco/negro, del amigo/enemigo, del bueno/malo. En este mismo periódico, las estimulantes tribunas de la lingüista Beatriz Gallardo Paúls han alertado de las estrategias retóricas de algunos partidos y del uso de hipérboles, difamaciones y mensajes transmitidos a modo de interjección, cediendo racionalidad en favor de la emoción. Los avisos no debieran ser papel mojado, máxime cuando el año entró en su recta final con unas calles en las que se ondeó alguna que otra bandera preconstitucional, se dio algún que otro viva a Franco y se apaleó al muñeco del presidente del Gobierno. Como advierte reiteradamente Josep Ramoneda, se trata del crecimiento del autoritarismo posdemocrático.

Con todo, más allá del temor que puede provocar una rebaja tan clara de nuestro debate político, tal vez sea el momento de reivindicar la indignación, más que el miedo, como sentimiento ciudadano ante lo que es un claro incumplimiento de los deberes más básicos de todo aquel o aquella que represente a un partido político. Estaría bien dejarse de advertencias y aspavientos para pasar directamente a la exigencia: como obligación para este 2024, que se cumplan los mínimos inherentes al trabajo que realizan nuestros representantes políticos. Como se nos pide a todos y a todas en nuestras profesiones. Pienso en el flagrante incumplimiento de lo más elemental al leer estos días la Infocracia de Byung-Chul Han. Gracias a él, llego a Verdad y política, una de las reflexiones de Hannah Arendt compilada en su Entre el pasado y el futuro. No me atrevo, por incapacidad, a seguir con Kant, tal y como hace Arendt, pero el mensaje me llega: el debate es la esencia de la vida política y tomar en cuenta las opiniones de las otras personas es la característica de todo pensamiento estrictamente político. La filósofa alemana nos recuerda que el pensamiento político es en sí mismo representativo, porque las opiniones y las conclusiones propias serán más válidas cuanto más hayamos sabido tener presentes para su elaboración los diversos puntos de vista. No para seguirlos ni para adoptarlos, sino para poder estar mínimamente seguros de que en lo que pensamos, opinamos y sostenemos hay reflexión, respeto y afán de comunicación. “El otro está en trance de desaparición”, dice ahora Byung-Chul Han en su diagnóstico sobre la degradación del debate y de la comunicación política como característica de la actual crisis de la democracia. Y, como consecuencia, el discurso se convierte en doctrina y la opinión se confunde con la identidad: se es lo que se opina, de modo que hay que aferrarse desesperadamente a ello negando a quienes cuestionan lo que pensamos.

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No se trata de evitar la diferencia, el disenso o la protesta. Todo ello, en democracia, suma. Se trata de pedir profesionalidad —ni siquiera diré responsabilidad— a quienes realizan un trabajo que requiere de comunicación y de representación en los términos que nos recordaba Arendt. No es pedir demasiado. Se podría comenzar exigiendo lo más básico: la escucha, especialmente cuando en el intenso otoño presenciamos la desfachatez de ver a diputados abandonando el Congreso y, por tanto, no escuchando a representantes tan electos como ellos que exponían sus puntos de vista en lenguas cooficiales (y, por consiguiente, perfectamente constitucionales). Y se podría continuar reclamando otro básico: el respeto, sin descalificaciones ni insultos.

Hay trabajos para los que se pide haber cursado un máster habilitante con el que adquirir competencias necesarias para el desempeño de las tareas. Sería una curiosa fantasía obligar a quienes engrosan las filas de los partidos —muy especialmente, a quienes han machacado sistemáticamente al otro y, con ello, la comunicación— a demostrar que han leído, analizado y entendido ideas elementales de democracia. Si de mí dependiera, les mandaría, por ejemplo, que empezaran leyendo a la propia Hannah Arendt.

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