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Columna
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Balance provisional de la destrucción

Cuando todo termine quedará un campo de ruinas que exigirá muchos recursos, también morales, para la reconstrucción

Tropas israelíes, durante una incursión en la franja de Gaza este jueves.
Tropas israelíes, durante una incursión en la franja de Gaza este jueves.Ohad Zwigenberg (AP)
Lluís Bassets

En poco más de diez semanas han muerto más de 20.000 personas y unas 50.000 más han sido heridas, una proporción enorme en una población de 2,1 millones. Niños una tercera parte, como corresponde a una pirámide de población muy joven. Ellos son los que más sufren la escasez generalizada, pues solo se dispone de un 20% del suministro imprescindible en agua y alimentos. Funcionan parcialmente nueve hospitales sobre 36, totalmente colapsados, sin apenas energía ni material sanitario y con escaso personal médico. Ya sabemos qué significa para los enfermos, ancianos, embarazadas y heridos.

La destrucción alcanza a la mitad de los edificios y a la mayoría de las instituciones, centros culturales, escuelas, mezquitas e iglesias. Hay un retrete para cada 1.000 personas, con colas de horas, y una ducha para cada 5.000, con una espera de varios días. Casi 1,9 millones de personas, el 85% de la población, han sido expulsadas de sus viviendas, y en algunos casos una o más veces, también del lugar donde se habían refugiado tras ser conminados por los atacantes, como si fueran ganado. Duermen hacinadas donde pueden, en habitáculos improvisados o bajo las estrellas, en zonas solo aparentemente seguras. A la inseguridad de los bombardeos se añade la ausencia de autoridad que evite los robos, el pillaje y el asalto a los camiones de ayuda humanitaria que entran a cuentagotas.

Todo sucede como una catástrofe natural, sin que nadie se haga responsable. El ejército que ataca porque atribuye la entera responsabilidad a los terroristas que pretende liquidar. Los terroristas, porque nunca se han ocupado del bienestar y de la seguridad de la población que controlan, solo de una aniquilación del enemigo como la que están sufriendo ellos mismos. Los ricos países del entorno, porque siempre han buscado el provecho propio en la exaltación de la justa causa de sus pobres y desposeídos vecinos. La superpotencia, porque protege a su aliado israelí a la vez que intenta evitar la escalada y la guerra regional. Naciones Unidas, porque están más desunidas que nunca. Si hoy hay una nación paria, a la intemperie y desprotegida, es la que sufre esta guerra atroz.

Cuando todo termine, ojalá ahora mismo, quedará un campo de ruinas. Con la entera economía destruida, la tierra y los pozos contaminados, la población diezmada y las extensas estructuras familiares típicas del país dañadas irreversiblemente, serán escasos y en todo caso insuficientes los recursos materiales para la reconstrucción. Más escasos todavía serán los recursos morales de una sociedad destruida en castigo por crímenes horribles y errores culpables de otros. A quien ha sufrido injustamente los efectos de una venganza bíblica le costará eludir la tentación de devolver la venganza sobre quien le ha atacado. A menos que se pretenda designarle como destino su desaparición, el exterminio, al igual que Cartago sembrada de sal tras su derrota ante Roma.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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