Buenos días, Vicente artificial
Las oleadas de la innovación tecnológica, lejos de ser impersonales y objetivas, pertenecen a ejecutivos y a inversores cuyo crudo propósito es acumular dinero y poder en una escala como no ha existido nunca antes
A lo que más va pareciéndose por ahora la Inteligencia Artificial, con sus correspondientes mayúsculas santificadoras, es a la antigua tontería natural, la tontería humana, que cuando se cruza con ingredientes tales como el papanatismo y la codicia puede producir resultados aterradores. La inteligencia artificial, ahora en minúsculas, y no desde luego en siglas, para no sacralizarla más todavía, se nos presenta a los ignorantes —es decir, a todos nosotros— como la mayor en esa serie de grandes oleadas tecnológicas que vienen marcando las últimas décadas, innovaciones prodigiosas que parece que vinieran de la nada y que cambian el mundo con la fuerza inapelable, y desde luego impersonal, de los fenómenos naturales, o de aquellas transiciones de unos modos de producción a otros con las que nos afligían nuestros profesores marxistas de Historia en la universidad. Dado que las fuerzas históricas eran inevitables, cualquiera que se atreviera a disentir de la dirección que imponían estaba condenado a la obsolescencia —y a lo que Trotsky llamó “el cubo de basura de la Historia”— y también, con bastante frecuencia, a la prisión y al tiro en la nuca, como bien supo el propio Trotsky, porque esos movimientos históricos tan abstractos tienen la particularidad de manifestarse en hechos concretos de extraordinaria sordidez, y de abundante derramamiento de sangre.
Con la llegada de internet, y luego de los iPhones, (bien podrían llamarse “yófonos” en nuestro idioma residual,) que a su vez nos trajeron el nuevo mundo populoso e infecto de las redes sociales, las apelaciones a lo legítimo e indiscutible de las tecnologías ya alcanzaron una dimensión autoritaria. Poner alguna objección o sugerir algún límite al progreso parecía tan bochornoso como reivindicar el sistema parlamentario y la separación de poderes en aquellos tiempos en que la gran modernidad política estaba dividida entre el fascismo y el comunismo. Francisco Ayala, que conoció bien la Alemania de Weimar, contaba que en 1934 los hijos de padres socialdemócratas eran todos comunistas o nazis, y exhibían sus camisas de diverso color y sus banderas como signos de modernidad estética frente a los chalecos y los cuellos duros de sus padres.
El pequeño secreto a voces es que las oleadas de la innovación tecnológica, lejos de ser impersonales y objetivas, pertenecen a ejecutivos y a inversores cuyo crudo propósito, más allá de la palabrería peculiarmente religiosa y hasta mística a la que son aficionados, es acumular dinero y poder en una escala como no ha existido nunca antes en la historia del mundo, igual que nunca antes los cambios han sido tan radicales y tan acelerados. El argumento de que ya hubo en otras épocas gente retrógrada que se oponía a la imprenta, o incluso a la escritura, está ya tan repetido —y tan desacreditado— que hasta sus mismos defensores se van cansando de repetirlo. Lo que cuenta en la tecnología no es su posible maravilla, sino quién la posee, y qué uso se le da, a quién beneficia, a quién perjudica, cuáles son sus efectos sobre la vida social, cuántos de ellos beneficiosos y cuántos destructivos, y qué herramientas tiene una sociedad democrática para regularla para el bien de la mayoría, y para evitar en lo posible sus consecuencias devastadoras para los trabajadores .
A los gurús y los creyentes de la inteligencia artificial les incomoda que se hagan preguntan sobre las cantidades de energía y de agua que consumen los centros de datos que la sostienen. Y la carrera escalofriante entre las grandes compañías dedicadas a desarrollarla a toda velocidad no está impulsada por una voluntad generosa de conocimiento, sino por esa codicia extrema que lleva al delirio y a la megalomanía a quienes ya poseen más de lo que nadie ha poseído nunca. Todo se envuelve en un lenguaje esotérico, que es una argucia ya muy usada por las castas sacerdotales de Egipto y de Mesopotamia. Nos inducen a la reverencia, al temor. Son ellos los que saben. Ellos poseen el conocimiento y celebran sus rituales en cámaras secretas, en lo más alto de zigurats, en laboratorios ultrarrefrigerados y vigilados de California.
Dicen ahora que el ejército israelí está utilizando la inteligencia artificial en sus bombardeos sobre Gaza. Pero el horror, la destrucción, la infinita crueldad inhumana, se parecen mucho a los resultados que obtenían otros ejércitos del pasado analógico, y no habrá manipulación virtual ni campaña de imagen en redes sociales ni espejismo de metaverso que limpie tantos crímenes. Aquellas “bombas inteligentes” de las que se habló tanto en otras guerras resulta que no existen: salvo por su capacidad destructiva, a lo que se parecen es a las catapultas que tiraban piedras contra las murallas de las ciudades antiguas. Para lo que sirve por ahora la inteligencia artificial es para fortalecer la vieja brutalidad natural, y para hacer más eficientes a los policías y los soplones de las dictaduras.
También sirve para sumir en el ridículo a instituciones admirables que sucumben a la tentación senil de apelar a ella para rejuvenecerse. En el Museo D’Orsay de París, que es uno de los más atractivos que yo he visitado en mi vida, se está celebrando una exposición dedicada a los últimos días de la vida de Vincent van Gogh, y a los directivos, ansiosos de sumarse a las nuevas corrientes, no les ha bastado con el despliegue de la mayor parte de las obras que pintó y dibujó el artista en esas semanas de enfermedad y fiebre creativa, de exaltación de la belleza y trastorno mental. La mirada nunca agota todas las cosas que tiene delante en un cuadro de Van Gogh. Pero en la exposición se invita a los visitantes no a mirar, quizás anacrónicamente, con los ojos muy abiertos, sino a tapárselos con unas gafas de realidad virtual, a fin de conocer “una experiencia inmersiva”, como si pudieran internarse en los paisajes que él pintaba, o manejar su pincel añadiendo capas de color. Y todo ello confortablemente, sin el menor peligro de perder la cabeza, o de pasar un hambre de artista pobre, en el confort de la temperatura regulada del museo.
Pero donde la tontería artificial demuestra sus verdaderas posibilidades es en otra oferta del museo, titulada Bonjour, Vicent. Hasta ahora, la voz de Van Gogh llegaba hasta nosotros verdadera y cercana en las cartas a su hermano Théo. En una pantalla, una especie de penoso doble que no habría perpetrado ni el ilustrador más inepto de novelitas románticas, pero dotado de movimiento y de voz, está disponible para responder a las preguntas de los expectadores. Un algoritmo diseñado por un gran equipo de ingenieros ha procesado las cartas a Théo y los textos de algunas biografías. El espectador hace su pregunta y Vincent —cercano, nada solemne, hasta relajado, como si se sentara no en un sillón rancio del siglo XIX, sino en el taburete de un bar— pone el gesto de quedarse pensando, y responde en francés o en inglés, con una corrección robótica, hilando frases extraídas de las cartas o de orígenes más dudosos con la astucia torpe de quien urde un refrito en un trabajo para la facultad. Alarmada la dirección del museo, porque la mayoría de las preguntas se centraban morbosamente en el suicidio, y temerosa sin duda de posibles demandas, se modificó el algortimo para que transmitiera lo que ahora se llamaría un mensaje de positividad. Con su extraña voz de extraterrestre, Van Gogh, o más bien “Vincent”, responde a la pregunta de un visitante: “Te imploro esto: agárrate a la vida, siempre hay belleza y esperanza”. Ha hecho falta toda las sofisticación de la inteligencia artificial para que Vincent van Gogh regrese al mundo de los vivos a dar consejos como de Paolo Coelho.
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