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tribuna
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Donatello entre los NFT

El éxito fulgurante del criptoarte se debió a su carácter de inversión especulativa, no al disfrute que provocaban las obras. Y ese es también el motivo de su actual declive

NFT
Obra de Beeple 'Everydays: The First 5.000 Days'.

Hace solo dos años, cuando la mayoría de los historiadores del arte aún dudaban de la autenticidad del Salvator Mundi (atribuido a Leonardo y por el que se pagaron 450 millones de dólares en subasta), pasmados por la reventa del cuadro autodestruido Niña con un globo, del artista callejero Banksy (que alcanzó la puja de 21 millones de euros), en la sede de Christie’s Nueva York ocurrió otra sacudida considerable. La obra digital NFT (token no fungible, por sus siglas en inglés) titulada Everydays: The First 5.000 Days (Todos los días: los primeros 5.000 días), del diseñador estadounidense Beeple, se adjudicó por 69,3 millones de dólares a un misterioso comprador, alias Metakovan (posteriormente se supo que era el millonario indio Vignesh Sundaresan). La preciada obra era en realidad un tapete digital compuesto por imágenes que su autor había ido compartiendo en la Red desde el año 2007, así que el sandokán de turno acababa de pagar una millonada por el —insuperable— oxímoron de una “copia original”.

Los NFT parecían el penúltimo formato de éxito en subastas capaz de mantener viva la llama de la globalización del dinero, pero en realidad no eran más que una vulgar copia de la que se podían extraer reproducciones infinitamente. Lo único único era la certificación, una ficción autentificada de que el comprador tenía en su poder el, por así decir, original. El NFT era una sábana de fantasma que no alojaba ningún muerto. Así lo expresaba la artista ciberfeminista, Cornelia Sollfrank, en Mi primer NFT y como no fue una experiencia que cambió mi vida: “Me fascinan las obras de arte digital por la inherente imposibilidad de identificar el original”.

David Hockney, cuya firma había alcanzado el récord de 80 millones de euros en 2018 por Retrato de un artista. Piscina con dos figuras (1972), tampoco perdió la oportunidad de hacer las primeras exequias a un formato todavía impúber —Quantum (2014), de Kevin McCoy, fue la primera obra de arte tokenizada—. Entrevistado en el conocido podcast Waldy and Bendy’ s Adventures in Art, reconoció no entender cómo funcionan los NFT, “esas pequeñas cosas ridículas son herramientas de ladrones y estafadores internacionales”, soltó el pintor inglés a sus 84 años. Los presentadores del programa, los historiadores de arte Waldemar Januszczak y Bendor Grovesnor, no se preocuparon de explicar mucho más sobre estos ciberbienes, pero sí dijeron que tenían una vida eterna, al menos en la Red. Esa era la teoría.

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El NFT es un identificador digital inscrito en una blockchain, un libro de contabilidad inmodificable que ya se usa en prácticamente todos los campos de la industria del entretenimiento. Certifica la propiedad y autenticidad de un activo que está en un sitio web, bajo control centralizado, pero podría ser modificable al no estar almacenadas las imágenes en las cadenas de bloques. No existe vinculación directa entre el certificado y la información digital que autentifica. La utilidad de este modelo de negocio está en el intercambio y venta de bienes digitales como si fueran bienes materiales, y su éxito inmediato en el ambiente artístico responde no al disfrute de la obra, sino a los intereses de inversión. ¿Por qué querría un coleccionista tener el certificado de algo que un día puede desaparecer de la Red? La respuesta más probable es que el poseedor de un NFT no es un coleccionista de arte, sino un criptoinversor.

Dudar del valor definitivo del NFT, ahora que se entrevé su inminente declive, no está vinculado a las reticencias que siempre han existido hacia algunos artistas o las corrientes que representan. La conmoción de lo nuevo siempre se confederó con la modernidad. El fauvismo, una de las revoluciones artísticas mejor preparadas del siglo XX, duró solamente una temporada, ¡pero qué temporada! El eslogan que le propinó un crítico a aquellos salvajes del color en el Salón de Otoño de 1905, Donatello chez les fauves (Donatello entre las fieras) es uno de los momentos bautismales más celebrados. Y en cuanto al collage, su repercusión ha llegado hasta hoy (el NFT de Beeple es un collage). Inventado por Braque y Picasso en 1912, cambió el vocabulario del cubismo, marcando una ruptura con todo un sistema de representación pictórico basado en el patrón oro de “lo parecido”.

Si como sostiene el historiador David Joselit, “Duchamp utilizó la naturaleza del arte para liberar la materialidad de la forma mercantilizada, el NFT sería una especie de inversión del ready made, al ensanchar la categoría de arte para extraer la propiedad privada de la información libremente disponible”. En definitiva, producir escasez digital verificable, con el consiguiente gasto energético, altísimo, lo contrario del impacto ambiental cero de girar un urinario.

Duchamp fue el primer artista que se convirtió abiertamente en comprador y vendedor de su propia obra. En 1919 (ya le había puesto perilla y bigotes a la Mona Lisa), le pagó a su dentista con el dibujo de un cheque manuscrito por un importe de 115 dólares. Más adelante, recuperó su Chéque Tzanck, llamado así en honor al sacamuelas, por 1.000 francos. Si la firma confiere valor a la obra, ¿qué le impedía dibujar sus propios cheques y recobrarlos obteniendo una ganancia? No lo hizo con ánimo especulativo, sino que quería introducir la reproducción del cheque en las réplicas que hizo de su Boîte-en Valise. Visto con el catalejo de la historia, Duchamp nos parece un revolucionario clásico, un Donatello rodeado de NFT.


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