Ojalá, pensé
En el metro, a mi lado, iba sentada una muñeca hinchable a la que pedí perdón, en nombre de España y de la humanidad


En el metro, a mi lado, iba sentada una muñeca hinchable a la que pedí perdón, en nombre de España y de la humanidad.
—Eso no fue nada ―dijo―, no puede usted imaginarse las aberraciones que cometen con nosotras los mismos que nos empalaron para mostrarnos en alto, completamente desnudas, en la manifestación aquella, o lo que fuera.
Traté de explicarle que no todos los seres humanos éramos así, pero no me creyó. Debía de haber pasado por experiencias muy traumáticas. La había abandonado en el suelo del vagón uno de los manifestantes, de vuelta a casa, y un alma caritativa la había colocado en el asiento.
—En mi mundo ―continuó―, también tenemos problemas políticos, pero a ninguna muñeca ni a ningún grupo de muñecas se nos ocurriría presentarnos ante el Parlamento portando hombres de verdad, con un palo metido por el culo, a modo de bandera.
—Supongo que no ―admití―. Por eso me escandalicé tanto el otro día, al ver aquellas imágenes por la tele.
—No nos basta con la solicitud de perdón de usted o de sus amigos. Toda la sociedad, todos los medios de comunicación, todas las instituciones decentes deberían disculparse, no solo por la escena del pasado martes o del pasado miércoles, ya ni me acuerdo, sino por el hecho de habernos inventado. Nuestra invención debería darles vergüenza. ¡Crearnos para eso, para ensuciarse en nosotras y para meternos luego, hasta la siguiente deposición, en un armario fétido! Los tipos a los que gustamos no son muy limpios. Tienen la casa más guarra que la mente, suponiendo que se pueda llamar mente a aquello que dirige sus vidas.
Permanecimos en un silencio incómodo hasta Gran Vía, donde me pidió que la desinflara y la echara a un contenedor de plásticos.
—¡A ver si me reciclan convertida en algo digno! ―exclamó mientras perdía aire―.
Ojalá, pensé.
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