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Columna
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Ni tan siquiera Portugal es perfecto

La educación innata que tanto admiramos de sus ciudadanos nos ha hecho crearnos toda una mitología en torno a la cultura lusa a la que ellos contribuyen

Antonio Costa
António Costa, durante el anuncio de su dimisión como primer ministro de Portugal.JOSE SENA GOULAO (EFE)
Elvira Lindo

Imaginemos un país que, a pesar de lindar con el nuestro, nos hiciera viajar más allá de la realidad, nos trasladara al territorio donde se materializan nuestros deseos. Imaginemos aterrizar en Lisboa y, una vez superada la única experiencia que convierte a los portugueses en bravucones, su incongruente manera de conducir, lleguemos a esa maravilla del mundo que es el Campo de Ourique: el barrio sereno, lejos del bullicio turístico, que nos hace sentirnos inmersos en una especie de retiro espiritual. A partir de ese momento, el único esfuerzo al que enfrentarse corresponderá a nuestras piernas, en ese interminable subir y bajar cuestas que se verá compensado por una sopa en una de las tascas en las que se imita la receta secular de las abuelas. Imaginemos que el camarero nos reconoce desde la segunda vez que nos sentamos en su tasca y que nos pasa, con cordialidad y delicadeza, la mano sobre el hombro. Se obra el milagro: nos sentimos en casa con el alivio añadido de no estar en casa. Estamos rodeados de portugueses de pelo recio que aman su paisiño tanto como para no saltarse ni una sola de sus rutinas nacionales. Tras dar cuenta del arroz caldoso que acompaña a la mejor fritura de pescado del mundo, se zamparán, no sabemos dónde les cabe, uno de esos postres dulcísimos donde se dan cita el huevo, el azúcar, la leche, el pan o el arroz. E invariablemente comentaremos cómo nos gustaría que nuestro país se pareciera un poco a este, que rebajara el ruido insoportable, el de la vida pública y el de la convivencia, el que escupen los medios y el que se soporta en los bares. Un poco de silencio a la portuguesa, aunque este silencio de comida menestral siempre conlleve su toque de melancolía, la sensación de tiempo detenido. Es un ritmo sin ritmo que favoreció la escritura de Pessoa, la poesía de Sofia de Mello Breyner, el cosmopolitismo sin arrogancia de Eça de Queirós, o que inspira la música del prodigioso António Zambujo.

Una cultura poco exhibicionista, que aún propicia las palabras dichas a media voz, que usa el usted y la suave cadencia del idioma para no soliviantar al prójimo. Parecernos a ellos, cuántas veces lo habremos dicho. No solo nosotros, son muchos los españoles que al visitar el país vecino advierten que están hablando a un volumen invasivo y se van contagiando, si son sensibles, de sus maneras exquisitas al relacionarse. El caso es que esta educación innata que tanto admiramos nos ha hecho crearnos toda una mitología en torno a la cultura lusa a la que ellos contribuyen: no hay nada que le guste más a un portugués que Portugal. Los tenemos por políglotas, porque hablan el portuñol mucho mejor que nosotros, que somos perezosos y acomplejados; elogiamos su estilo de hacer revoluciones sin cortar cabezas, con flores, toma ya; no deja de sorprendernos que las celebraciones del 25 de abril sean una fiesta que no provoque disensos y cuya cartelería de niñas con claveles inunda los espacios públicos; incluso, hemos asumido la extraordinaria versión de que su colonialismo fue suave, sin sombra de brutalidad, aunque ahí están autoras como Dulce María Cardoso o Isabel Figueiredo para desmentirlo; denunciamos, con razón, nuestra bronca en relación con el pasado, pero entendemos el silencio portugués referido a sus colonias como un rasgo de pacificación; valoramos esa pasión suya por lo propio que ha permitido preservar lo viejo como no hemos sabido hacer nosotros y por no ver no advertimos ni sus problemas sociales.

Pero no hay país ideal, aunque pensar que vivimos al lado del paraíso estabiliza nuestro ánimo en cuanto pisamos las calles de suelo empedrado. Por continuar con la idealización deseamos concluir que la dimisión de António Costa ha sido un gesto de dignidad. Y es cierto. Pero también lo es que un primer ministro ha de cuidarse de las amistades peligrosas. Esa segunda lectura, ay, nos enturbia un poco el cuento.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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