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TRIBUNA
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Homero en la franja de Gaza

El imperativo moral básico es aliviar el sufrimiento de las víctimas causadas por una guerra. Los clásicos de la literatura pueden enseñarnos mucho sobre la piedad

Friends and family mourn Yosef Vahav
Amigos y familiares de Yosef Vahav, de 65 años, asesinado por Hamás en el ataque al kibbutz Nir Oz, lloran este martes en su funeral en Beit Guvrin (Israel).RONEN ZVULUN (REUTERS)

La villanía que me enseñáis, la emprenderé, y será duro, pero superaré la enseñanza.

W. Shakespeare (El mercader de Venecia; acto III, escena I)

El domingo 15 de octubre, en Chicago, un hombre apuñaló a un niño de seis años e hirió gravemente a la madre del niño porque eran musulmanes. Las autoridades declararon que el ataque fue motivado por los hechos acontecidos en Israel y Gaza. Ese mismo día, António Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, declaró: “En este dramático momento, cuando nos encontramos al borde del abismo en Oriente Próximo, es mi deber como secretario general de las Naciones Unidas hacer dos enérgicos llamamientos humanitarios. A Hamás, la liberación inmediata e incondicional de los rehenes. A Israel, la concesión de un acceso rápido y sin trabas a la ayuda humanitaria para hacer llegar los suministros y trabajadores humanitarios para ayudar a los civiles de Gaza. Cada uno de estos dos objetivos es válido en sí mismo. No deben convertirse en moneda de cambio y deben aplicarse simplemente porque es lo correcto”.

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Lo correcto: este es el imperativo moral básico, ahora y siempre. Como sabemos desde la noche de los tiempos, la guerra trae sufrimiento a todos causado por un odio ciego hacia el otro y la sed de venganza. En la guerra, ambos bandos lanzan el grito amoral que le espetó a Unamuno el general Millán-Astray, fundador de la Legión: “¡Viva la muerte!”. En ello radica nuestro suicidio colectivo.

En medio de tanta irracionalidad, no hay soluciones prácticas. La literatura, sin embargo, podría ofrecer un ejemplo redentor. La Ilíada comienza notoriamente reconociendo la ira que alimenta la violencia asesina: “Mênin aeide, théa, Peleiadeo Achilleos”. “Canta, oh diosa, la ira de Peleo Aquiles” es una versión más o menos literal del primer verso del poema. Pero, ¿qué quería decir Homero con estas palabras?

Como lectores, sabemos que podemos intuir el significado de una verdad poética, por antigua que sea. Por ejemplo, en 1990, el Ministerio de Cultura colombiano creó un sistema de bibliotecas itinerantes para llevar libros a los habitantes de regiones rurales lejanas. Para ello, se transportaban a lomos de burros hasta la selva y la sierra sacos de libros con bolsillos de gran capacidad. Allí dejaban los libros durante varias semanas en manos de un maestro o anciano del pueblo que se convertía, de facto, en el bibliotecario encargado. La mayoría de los libros eran obras técnicas, manuales de agricultura, colecciones de patrones de costura y similares, pero también se incluían algunas obras literarias. Según un bibliotecario, los libros siempre estaban a buen recaudo. “Conozco un solo caso en el que no se haya devuelto un libro”, afirma. “Nos habíamos llevado, junto con los títulos prácticos habituales, una traducción al español de la Ilíada. Cuando llegó el momento de cambiar el libro, los aldeanos se negaron a devolverlo. Decidimos regalárselo, pero les preguntamos por qué deseaban conservar ese título en particular. Nos explicaron que la historia de Homero reflejaba la suya propia: hablaba de un país asolado por la guerra en el que dioses locos se mezclan con hombres y mujeres que nunca saben exactamente en qué consiste la lucha, ni cuándo serán felices, ni por qué los matarán”.

Quizá la Ilíada, un poema sobre los horrores y el sufrimiento de la guerra, pueda ofrecer unas palabras en respuesta a la súplica de António Guterres. En el libro final de la Ilíada, Aquiles, que ha asesinado a Héctor, quien a su vez ha asesinado a Patroclo, el querido amigo de Aquiles, acepta recibir al padre de Héctor, el rey Príamo, que viene a pedir que le permitan recuperar el cuerpo de su hijo. Es una de las escenas más conmovedoras e impactantes que conozco. De pronto, no hay diferencia entre víctima y vencedor, entre viejo y joven, entre padre e hijo. Las palabras de Príamo despiertan en Aquiles “un profundo deseo de llorar por su propio padre”, y con gran ternura aparta la mano que el anciano ha tendido para llevar a sus labios las manos del asesino de su hijo:

“Y dominados por el recuerdo

ambos hombres se entregaron al dolor. Príamo lloró

por su hijo Héctor, palpitante y vencido

a los pies de Aquiles, mientras Aquiles lloraba,

ahora por su padre, ahora nuevamente por Patroclo,

y los sollozos de ambos podían oírse por todo el recinto”.

Por último, Aquiles le dice a Príamo que ambos deben “dejar abatir sus penas en sus propios corazones”. Para Aquiles, y para Príamo, y para los campesinos colombianos, y para las víctimas de ambos lados de la tragedia de Israel y Gaza, esto podría ser, por ínfimo que sea, un consuelo.

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