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tribuna
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La ecuación anexionista

Las acciones de Hamás y su alianza con Irán han posibilitado un notable cambio de postura en las grandes potencias occidentales

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, viste chaleco antibalas en su visita a uno de los kibutz próximos a la frontera con la Franja de Gaza, el pasado día 14.
El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, viste chaleco antibalas en su visita a uno de los kibutz próximos a la frontera con la Franja de Gaza, el pasado día 14.Avi Ohayon (Europa Press/Contacto)

Declarar una guerra, una invasión, una anexión territorial es un acto con consecuencias tan inmediatas como inaceptables: la pérdida de vidas y de mundos. Lo hemos visto en la inexcusable incursión rusa, en el ataque a civiles perpetrado por Hamás, en la desproporcionada represalia de Israel, que lleva días bombardeando Gaza y anunciando su invasión.

Aunque sea difícil, apartemos la dolorosa consideración de las víctimas, el sufrimiento de las mujeres, la orfandad de los niños cuando no sus propias muertes, y la destrucción de los hogares, escuelas, hospitales que, entre ataque y ataque, los gazatíes nunca alcanzan a reconstruir; apartemos el pensamiento de los precarios campos de refugiados que podrían erigirse junto al hambre y la enfermedad de los que sobrevivan a esto que sin duda será una masacre.

¿Por qué propongo esta abstracción? Porque el resurgimiento de los misiles podría empujarnos a pensar la anunciada invasión como una respuesta meramente defensiva del presente cuando lo imperativo es entender que en esta operación hay un cálculo político de largo recorrido.

El prometido despliegue de ese ejército poderoso y sofisticado, el israelí, ha esperado por esta ocasión para tomarse el territorio de una vez por todas. Y si está demorando en hacerlo es porque la estrategia militar debe asegurar el éxito más absoluto: no se trata de la mera matemática material (el tipo y la cantidad de armamento a usar, el transporte, la manutención de los soldados) sino, sobre todo, de calibrar el efecto político de la anexión definitiva.

Ese cálculo es fundamental, y es preciso anotar que el Gobierno israelí ha logrado manejarlo muy efectivamente. Es lo que le ha permitido mantener el apoyo de las grandes potencias aun desobedeciendo la normativa internacional. Es lo que le ha ayudado a presentarse como “la única democracia de Oriente Próximo”, pese a que ejerce desde hace décadas una ocupación ilegal de los territorios palestinos, pese al trato denigratorio y abusivo que les concede, y, en otro plano, pese a que el Gobierno atraviesa su momento más autoritario, con políticos radicales cada vez más elocuentes en su deseo de acabar con “el problema palestino”.

Ese “problema”, que es ante todo territorial, surgió tempranamente en el discurso de los viejos sionistas de izquierdas ocupados en conseguir un “hogar seguro” para los judíos, y se reforzó en la retórica fundacional de Israel, en 1948. La guerra de 1949 y la necesidad de asegurar el nuevo Estado justificaría, de hecho, la expropiación y la expulsión del pueblo palestino que muchos israelíes llegaron a afirmar (como todavía afirman algunos ministros del Gobierno) que nunca había existido. El “problema” y su solución anexionista, vuelve a expresarse en la ampliación territorial ocurrida en 1967: la guerra de los Seis Días dio pie para la toma de Gaza y Cisjordania, de Jerusalén Este, Sinaí y los Altos del Golán.

El expansionismo israelí vuelve a elevarse en el muro de 700 kilómetros que cuando esté completo habrá arrebatado, de facto, otro 10% del territorio cisjordano, dividiendo, como ya divide, pueblos palestinos, familias palestinas, y desposeyendo, como ya desposee, a miles de sus diezmadas tierras de cultivo.

Los acuerdos de Oslo fueron apenas una pausa en la matemática de la anexión: en esos acuerdos el líder de la OLP, Yasir Arafat, reconoció la legitimidad de Israel y el cese de la resistencia armada a cambio de la autodeterminación palestina. Israel aceptó, pero de inmediato incumplió, y desde entonces viene desarrollando una política sistemática de desalojo palestino, sea por vía administrativa (expulsiones masivas por falta de documentos de propiedad que los palestinos nunca tuvieron sobre sus hogares ancestrales), o por vía militar (la destrucción de casas de los militantes antisionistas y de sus familias), o por vía de la continua construcción de asentamientos ilegales en tierras que Israel debiera respetar, pero que no respeta porque trufar el territorio de asentamientos imposibilita la solución de los dos Estados.

Es así como puede leerse el cerco que, al impedir la entrada de alimentos y de agua potable y de combustible y de electricidad, está sofocando a la población gazatí. Y así debe leerse la llamada a evacuar el norte de la estrecha Franja impuesta a una gente que no tiene a donde ir y que si saliera de sus hogares ya no podría volver, como tantos palestinos expatriados a lo largo de 75 años.

Si la anexión de los territorios cisjordanos y gazatíes ha sido un proyecto de máxima prioridad política para Israel, un proyecto acelerado durante los sucesivos periodos de Netanyahu, hasta ahora no parecía el momento propicio ni había una excusa suficientemente poderosa para conseguir apoyo internacional. Pero las acciones de Hamás y su alianza con Irán han posibilitado un notable cambio de postura en las grandes potencias occidentales, evidenciado en las declaraciones del primer ministro de Canadá y en las del presidente estadounidense, que se suman al inquebrantable apoyo alemán y francés que esta vez han desplegado banderas israelíes sobre sus edificios públicos y prohibido las manifestaciones propalestinas y hasta el uso del alusivo pañuelo blanquinegro. Ese apoyo es la cifra que faltaba para que cerrara la ecuación anexionista.

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