Soñar en voz alta
Sea quien sea que gane, con este Mundial ganamos todas. Existir en ese espacio, es la verdadera victoria
No fue un primer beso, ni la menstruación, ni la pérdida de virginidad. La primera vez que me sentí consciente de ser mujer, fue en una cancha de fútbol.
Crecí en los noventas en Buenos Aires. La crisis económica comenzaba a aplastar a mi familia, y mis veranos porteños transcurrían lentos, como sueños urbanos. Me despertaba a la mañana, miraba los programas de chimentos mientras la abuela cocinaba y cantaba boleros. Por las tardes, cuando el letargo melancólico de mi hogar me comenzaba a sofocar, me escapaba al club del barrio a patear la pelota.
Yo era la única chica en la cancha, y era indistinguible de los varones. Todos los veranos, mi madre se daba por vencida ante la invasión de piojos, y me cortaba el pelo lanudo hasta parecer un pollito. Para rematar, era tan flaca que los que no me conocían me trataban de pibe, y a mi me daba vergüenza corregirles.
Con los pibes jugábamos hasta el anochecer. Los fines de semana, mi viejo se nos unía, vestido con zapatillas de lona y media hasta la rodilla, como basquetbolista setentoso. Como muchos chicos argentinos, él alguna vez había soñado con ser jugador profesional. Su talento era narrar el partido, al estilo de un antiguo comentarista de radio, mientras jugábamos. Que mi padre narre mis gambetas, y mis goles, era una muestra pública de afecto inusual. Era ser vista. Era ser.
El fútbol me daba un respiro de la tristeza de las mujeres aplastadas que me rodeaban. Y era un espacio donde conectar con los hombres misteriosos y distantes que me confundían: durante 90 minutos y tal vez un tiempo adicional, yo podía gritar e insultar frente a la tele junto a mi padre y mi abuelo, sin consecuencia alguna.
No se me pasa desapercibida la ironía de que en mi infancia, el espacio en el que yo podía interactuar libremente con los hombres era tenue y volátil. El fútbol es magia y también es terror, es jolgorio popular y también flirtea con el fascismo. En Argentina, como en gran parte de América Latina, ha sido tradicionalmente un espacio para los hombres, hostil y violento hacia las mujeres, muchas veces homofóbico y racista. Cecilia Rossi es productora argentina del colectivo fotográfico Cuerpas Reales Hinchas Reales. Se dedican a documentar a las hinchas mujeres. A pesar de que creció en una familia futbolera, dice haber sentido esa hostilidad. “Sos más vulnerable que el resto. En todo sentido. Es un gran grupo de varones, y en el anonimato se descarga lo mejor y lo peor. Y entonces las mujeres son algo a atacar. Todas las veces que yo fui a la cancha, en los noventas, iba con un varón. Iba con mi tío. Sino, no se me dejaba ir. Era una cuestión de seguridad”. Es una situación que se repite en toda América Latina. Según Andrea Lezama Ayala, especialista en temas de género y derechos humanos en Colombia “hasta el día de hoy las canchas siguen siendo espacios muy inseguros para las mujeres. Es un espacio pensado por hombres, para hombres. Se ve reflejado incluso en los cantos, que son sumamente machistas.”
Cuando se jugaba un partido en mi barrio, las calles se inundaban de hombres, padres, hijos, y nietos, todos bajo la mirada de la policía, lista para reprimir. Yo observaba maravillada a esa oleada de testosterona, aterrorizada por la promesa de violencia que contenía, pero a la vez envidiosa de la libertad de esos cuerpos. Poder salir a la calle a cantar, a pelear, a gritar un gol desenfrenadamente. En mi imaginario, no existía la posibilidad de que el fútbol pudiese ser parte de mi vida de mujer adulta. Todos mis amigos de la cancha fantaseaban con unirse al panteón de sus ídolos: Maradona, Batistuta, Caniggia. En mi mundo, no existían Marta Vieira da Silva, Estefanía Banini, o Megan Rapinoe. Como dijo la mismísima Marta hace unas semanas, al retirarse de la selección brasileña: “Cuando yo empecé no tenía ídolos femeninos, no salían en televisión. ¿Cómo iba a poder verlo?”
A mí la ficha me cayó a los 12 o 13 años. Fue al final de uno de esos veranos porteños que parecían interminables. Lo recuerdo perfectamente. Estábamos en la canchita. Era la hora de la siesta. El aire era un caldo. En algún lado la abuela roncaba con el trasfondo de vedettes discutiendo en sus programas de chimentos. Las cigarras anunciaban lluvia.
“A mí me gusta la de los gajos, como le doy”, le dijo uno de mis amigos al otro, y me apretó la nalga.
Sentí que se me incendiaba la cara. Otro amigo mío me miró con vergüenza, pero sobre todo, en silencio. Yo era consciente de que mi cuerpo estaba cambiando, hacía tiempo. Esa tarde fue la primera vez que me entendí a mí misma como un objeto, una cosa, a la cual se toca, de la cual se habla, pero a la cual no hace falta hablarle. Me sentí deseada y poderosa, pero también grotesca y en peligro dentro de este cuerpo nuevo. Fue un augurio de otras agresiones que vendrían, algunas peores y otras menos peores. Fue la primera vez que me sentí mujer: fuera de lugar en donde yo más quería estar. En una cancha.
Un tiempo después, a la hora de la cena, le mencioné a mi padre que había una liga de chicas que me interesaba, y me contestó secamente: “No. Ese no es un ambiente para mujeres.” Me pregunté si se había enterado del incidente en la cancha. No importaba. El mensaje era claro. Me tocaba unirme a las demás mujeres de mi familia. Las de los boleros, las que se sentaban a fumar en las sombras, inhalando humo vorazmente, como dragonas invertidas, enfurecidas.
En el 2022, decidí hacer un pódcast sobre el mundial de fútbol, La Última Copa, para la National Public Radio en Estados Unidos. Más de una de mis amistades me arrugó la nariz. “¿Fútbol? Mirá vos. Pensé que eras una periodista seria”, fue una respuesta estándar.
Pero tal vez nadie se sorprendió tanto como yo. Luego de dos décadas viviendo en el extranjero, lejos de mi familia, de los hombres que son un misterio y las dragonas invertidas, me había propuesto volver a uno de los lugares más dolorosos para mí: la cancha.
Volví a Argentina y al fútbol con un nudo en la garganta, sintiendo que, como dice el tango, “veinte años no es nada”. Pero lo que me encontré, fue que la oleada verde —la revolución feminista— abrió esas puertas. Dice Rossi que “las generaciones más actuales, que están viviendo su adolescencia en este momento, no terminan de entender esto de que alguien te diga: ‘no podés hacer esto porque sos mujer”. Bienvenida sea esa incredulidad. Hoy por hoy, a lo largo del país, hay ligas de mujeres en todo el país. Uno de los recuerdos más hermosos de mi viaje, fue estar en la platea del mítico estadio de Argentinos Jr., gritando y cantando junto a otras hinchas, como yo.
A través del podcast, comencé a hablar con mujeres del fútbol, y a entender, que nosotras siempre estuvimos ahí. Conocí las historias de varias de las jugadoras que participaron en la primera selección Argentina de mujeres, la que participó en el llamado “Mundial Invisible” del ‘71 (ya que no era reconocido por la FIFA). Lucila “Luky” Sandoval. Virginia Andrada. Elba Selva cuenta que antes de casarse con su esposo, le advirtió sobre un defecto que ella tenía: “Mira que yo juego al fútbol.”
Seré sincera: este es el primer Mundial de Mujeres que miro. Me avergüenza decirlo: en un principio, cuando sintonicé el primer partido, me extrañó ver mujeres en una cancha profesional. Pero creo que es importante reconocer eso. He estado pensando mucho en lo que significa, la incomodidad inicial de verse reflejado en un espacio que alguna vez fue prohibido.
Tal vez es incorrecto decir que me extrañó. Tal vez, la realidad, es que me extrañó.
Según Cecilia Rossi, que además es la fotógrafa representante de las hinchas de Boca Juniors, muchas de las mujeres a las que ha retratado, tienen al principio emociones encontradas hacia el fútbol femenino. “Es un consenso social que se va armando. Y eso te habla de la importancia de la visibilización.” Según Ayala, en Colombia, “la estigmatización ha sido muy evidente en el trato a los equipos de fútbol femenino. Tenemos una liga femenina, pero es vergonzosa la gestión que ha hecho la federación colombiana de fútbol respecto a los equipos. No se han designado los mismos recursos. Las mujeres seguimos al margen”.
Sin embargo, el Mundial de mujeres del 2023 ha sido el más visible de todos. Se calcula que 2 mil millones de televidentes miraron la copa —el doble que el Mundial anterior—. Ha sido emocionante seguir la imparable gambeta de la colombiana Leicy Santos, la felicidad con la que jugó esa selección fue una oda al fútbol. La precisión feroz del equipo francés. La magia que ocurre en el momento en el que la española Salma Paralluelo recibe la pelota. El solo hecho de que esos cuerpos están ahí, en esa cancha, gritando, explotando pelotas, escupiendo, sudando, fouleándose, insultándose, abrazados, es monumental. “Yo creo que hace unos años hubiera sido impensable una situación así”, dice Ayala. “Tiene que ver también con que cada vez más mujeres están ingresando al periodismo deportivo”.
En medio de este mundial de mujeres, me llegó una llamada de mi padre. Pidiéndome la clave de mi plataforma digital para poder mirar los partidos. Tuve una sensación de felicidad, y de tristeza, por una revolución que al fin llegó, y por todas las chicas a las que no les llegó a tiempo. “Me voy con sensación agridulce”, dijo la capitana argentina Estefanía Banini al retirarse hace unas semanas. “Veo muy bien a la generación que viene. Estoy feliz de haber sido parte de esa generación que abrió caminos. Sé que ellas van a disfrutar muchísimo más y tienen mucho más apoyo. Hay un futuro increíble”
Este domingo será histórico. Es la primera vez que España e Inglaterra llegan a una final en un Mundial de mujeres. Sea quien sea que gane, con este Mundial ganamos todas. Existir en ese espacio, es la verdadera victoria.
Cuando yo era chica, era impensable. Ni aunque hubiese tenido el permiso, hubiese sabido cómo verbalizar ese deseo.
Pero 20 años… no es nada.
Es mucho tiempo.
Y ahora soñamos en voz alta.
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